“…Y entonces el
señor de todo lo conocido, mirándole con desdén, inquirió—: Mis dominios se extienden hasta los márgenes del gran
mar salado, cubriendo montañas y selvas. Todas las criaturas se postran ante el
hijo de Sol y le rinden homenaje…Entonces, ¿por qué debemos evitar poner pie en
las cumbres brumosas que se alzan desafiantes en medio de mi reino?
El viejo sacerdote se postró con respeto y respondió
con un tinte inquietante en la voz.
—Está escrito, desde el inicio de los tiempos, que ningún vástago del
Sol podrá pisar la tierra de los ancestros de T´kmal, aquellos que renegaron
del supremo creador y fueron sumidos en la oscuridad perpetua…”
Fragmento de las crónicas de Arzal, el escriba.
I
Un bochorno
húmedo flotaba en la floresta después del repentino chubasco. Nubes de vapor
ascendían con lentitud hacia las copas de las gigantescas ceibas, aumentado el
calor infernal que reinaba en aquella selva. No obstante, esto no parecía
importarle a la figura que se movía con agilidad silenciosa entre las nudosas
raíces de los colosos durmientes. Su silueta se recortaba como una aparición de
ultratumba entre la espesa vegetación tropical. Al fondo, el graznido de las
cacatúas y el chillido de los monos disimulaban el escaso ruido producido por sus mocasines al hollar la
tierra mojada.
La figura se detuvo cerca de un roquedal, plagado de musgo y
maleza. Sus ojos de hielo, duros como la piedra, escudriñaron los alrededores
con agudeza. Un cuerpo nervudo, plagado de cicatrices, daba cuenta del tipo de
vida que había llevado. Tenía la piel cobriza y un rostro afilado de facciones
bruscas, muy diferente a las de los hombres que poblaban aquellas tierras. Vestía
un pantalón de cuero basto y sobre el pecho desnudo relucía un pendiente con
una gema amarilla en el centro. En el metal que la engastaba destacaban unos
caracteres en un lengua ajena a aquel continente.
Portaba un arco y dos armas en el cinto, un cuchillo con mango de
marfil y un hacha fabricada en el mismo material. Una aleación grisácea que despedía
leves destellos al ser acariciada por la luz que se filtraba a través de la
arboleda. Algo en su interior le advirtió que el peligro acechaba muy cerca de
allí. Con la sangre palpitando en las sienes, Taloc aferró el mango de su arma de
acero, la misma que había portado con orgullo desde que abandonara las tierras
del norte y se internara en los dominios de los sangrientos dioses Nahuac, en
busca de fortuna.
El tacto frío del material le trajo algo de alivio a sus
tensionados músculos. De alguna manera, sabía que nada en aquella tierra hostil
podría compararse con la hoja que tenía entre sus dedos. Sin embargo esta
sensación duró poco, ya que en medio de la confusa cacofonía que reinaba en la
floresta, sus aguzados sentidos detectaron la presencia del verdadero amo de
aquel territorio. Percibía el olor acre de su pelaje y el tenso silencio que se
cernía como un manto invisible a su alrededor. Todas las bestias selváticas parecían
inclinarse antes su monarca, sumiéndose en un angustioso mutismo. Taloc pegó la
espalda a la piedra húmeda mientras trataba de adivinar el lugar desde el cual
acechaba el jaguar. Su supervivencia dependía de ello. Sus ojos se posaron
sobre un tronco nudoso a unos veinte pasos de allí y la sangre se le congeló en
las venas. El señor de la jungla le contemplaba impasible, sin mover un sólo
músculo. La única señal de que no se trataba de una efigie de ébano, era el
acompasado jugueteo de su larga cola. Dos gemas amarillas destellaban en aquel
rostro salvaje y hermoso.
Taloc le contempló con inquietud, aferrando con dedos sudorosos la
empuñadura de la segur, la única defensa que tendría en contra de aquella
pavorosa masa de músculos, garras y colmillos. El felino se desplazó hacia
adelante con un elegante salto, sin apartar la atención del humano que irrumpía
en sus dominios. Sin embargo el guerrero descubrió que tan sólo curiosidad asomaba
detrás de aquellos profundos ojos ambarinos. El gigantesco gato se relamió la
boca, develando una hilera de dientes afilados que podrían despedazarle sin esfuerzo.
Entonces, el hombre desvió la vista hacia la derecha y vio la figura de un
guerrero nahuac apuntado su lanza en contra de la bestia. El animal también
pareció sentir la presencia del extraño, ya que lanzó un estrepitoso rugido y
se volvió para encarar la nueva amenaza. Taloc contempló aquellos músculos en
tensión preparándose para el ataque.
—¡No!
—Aquella palabra se amontonó en sus labios de manera sorpresiva.
Los duros ojos del nahuac se posaron sobre él con aprensión. No
obstante pareció entender aquel mensaje, ya que retrocedió hacia la protección
de la jungla.
El jaguar se volvió, sus pupilas húmedas despedían un brillo
inquietante que estremeció al guerrero. Había algo casi humano detrás de
aquella mirada, una inteligencia ancestral que dejó perturbado al mestizo. El
inmenso bruto dio un salto y se perdió por donde había venido, dejando al
hombre sumido en un extraño desasosiego.
II
—La bestia
desapareció sin haceros daño —musitó el nahuac con recelo. Taloc le miró, pensativo.
Recordaba aquella escena con pavorosa claridad.
—¿Cómo
sabíais que no os atacaría? —insistió el nativo sin apartar la vista del
mestizo.
Taloc suspiró y asintió levemente.
—No
lo sabia —replicó, contemplando la hoguera que ardía a sus pies—.
Algo dentro de mí me hizo comprender que no me dañaría.
El nahuac gruñó para sí antes de sumirse en un incómodo silencio.
Comieron de manera frugal antes de continuar su camino. Tenían la
misión de explorar los alrededores para luego retornar al lugar donde la fuerza
principal les esperaba con el fruto del saqueo. Taloc no era un nahuac, pero
sus habilidades como explorador eran muy apreciadas entre los miembros de la
casta sacerdotal. Como todo extranjero, era mirado con suspicacia, sobre todo
por los aristócratas que envidiaban sus habilidades y habían escuchado las
fabulosas historias que se contaban acerca del hombre venido del norte. Algunos
incluso afirmaban que se trataba del hijo de un dios, debido a su extraña apariencia
física y a los inquietantes ojos grises que refulgían en su rostro. Un aspecto
impensable entre los miembros de aquella raza, hombres de piel cetrina y
facciones de halcón. Habían sido sus habilidades en la lucha lo que le había granjeado
el respeto entre los miembros de aquel aguerrido pueblo. Muchos habían encontrado
la muerte tratando de derrotarle, ansiosos por obtener las fabulosas armas de
metal que simbolizaba el único vínculo con su remota estirpe.
La jungla se espesó aún más a medida que avanzaban hacia el sur,
tratando de encontrar un camino seguro para retornar al campamento de los nahuac,
cuando los labios de su acompañante se abrieron de nuevo.
—Esto
ha sido obra del dios Jaguar —exclamó sin apartar la vista de densa maleza.
Taloc le miró con curiosidad, en aquellos instantes su mente intentaba
discernir los peligros que podrían encontrar más adelante.
—¿A
qué os referís? —inquirió, apartando las hojas que le cerraban el paso.
Esta vez los ojos del sombrío nativo se posaron sobre él con
extraña intensidad.
—Me refiero a
vuestro encuentro con la bestia negra —aclaró con
sequedad.
Taloc se detuvo y respiró
hondo. No podía imaginar cómo un guerrero como Hanoc pudiese albergar
supersticiones propias de un sacerdote fanático. Claro que no lo podía culpar,
la vida de su pueblo estaba supeditada al capricho de sus dioses, unas deidades
muy diferentes a las que había conocido en la niñez de boca de su padre. Taloc
era diferente en muchos aspectos, y tal vez era eso mismo lo que creaba una
atmósfera sobrenatural a su alrededor, sobre todo a los ojos de los recelosos nahuac,
embrutecidos por su salvaje religión.
—Algunos
dicen que sois un enviado del mismo Quetzkol —dijo, resbalando la mirada
hacia las hojas de metal prendidas al cinto de su compañero—. Ahora el señor de
la jungla os ha otorgado su bendición. Eso significa que ningún daño os
sucederá en la batalla.
Taloc no replicó, aquellos comentarios
acerca de su supuesta divinidad le tenían sin cuidado. Claro que tampoco
pensaba desmentirlos, el hacerlo podría provocar que sus poderosos enemigos
decidieran que su presencia no era necesaria y resolvieran ofrecerlo en
sacrificio a los dioses. Además, el hecho de portar un aura sobrenatural era algo
que servía para obtener ventajas que ningún forastero podría ni siquiera soñar
entre aquella raza cruel.
Se disponía a discutir aquella cuestión, cuando un leve movimiento
en la maleza les alertó. Intercambiaron miradas de aprensión y se dispusieron a
prepararse para la lucha.
Taloc saltó como un lince y se ocultó entre el nutrido follaje.
Desde allí, podía escuchar el suave murmullo de un arroyo cercano. Con la
adrenalina ardiendo en las venas, los sentidos del mestizo advirtieron los
sonidos que parecían surgir de la broza. Voces, murmullos que cobraban cada vez
más fuerza a medida que se acercaban. Quienes avanzaban por el camino parecían sentirse
seguros recorriendo aquellos parajes. No podían siquiera imaginar lo que
acechaba entre los matorrales.
Taloc fue el primero en verlos. Eran seis, armados con lanzas y
macanas terminadas en agudas cuchillas de obsidiana. Algunos incluso portaban
petos de algodón reforzado. El experimentado explorador desvió la atención
hacia los dos hombres que parecían liderar el grupo, si éstos caían, el resto
se desmoronaría. El sonido de un ave le hizo volver la cabeza hacia donde se ocultaba
Hanoc. El nahuac estaba ansioso por entrar en acción. Enfrente de él se
hallaban los odiados enemigos de su pueblo.
El mestizo percibió que su compañero estaba a punto de atacar y
aprovechó aquella situación para rodear a la partida de nativos. Tal y como lo
sospechaba, Hanoc saltó como un demonio enloquecido haciendo silbar su lanza
por los aires. La afilada punta de la pica encontró blanco en uno de los sujetos
que avanzaba a la cabeza. El desdichado cayó de bruces, sin saber siquiera qué le
había golpeado. Como si hubiesen visto un fantasma, los estupefactos kochitecas
tardaron un latido en reaccionar ante el hombre que osaba enfrentarles en medio
de sus dominios. Aquel lapso de vacilación le permitió al nahuac arrojarse
hacía adelante y destrozar el rostro de un segundo contrincante con las
pavorosas cuchillas de su macana. El agudo lamento de aquel desgraciado
consiguió arrancar a los cuatro guerreros restantes de su estupor. Los furiosos
kochitecas se abalanzaron en medio de un estrepitoso alarido que retumbó a
través de la floresta. En ese momento Hanoc comprendió la gravedad de su atrevido
movimiento. Cuatro hombres bien pertrechados le hacían frente, dos de ellos
portaban petos de algodón reforzado, muñequeras y grebas del mismo material.
Sin duda se trataba de guerreros experimentados que sabrían darle batalla.
Estaba acorralado. Pero aún faltaba lo peor, en el desarrollo de aquel irreflexivo
embate había perdido contacto con su compañero. Se encontraba a merced de sus
rivales y no le quedaba otra cosa por hacer que luchar hasta la muerte, o
encontrar el fin a manos de los siniestros sacerdotes de su odiado enemigo.
Pero Hanoc era un combatiente habilidoso, dispuesto a vender cara
su existencia. Uno de los kochitecas arremetió con decisión, confiado en que su
coraza le protegería del embate del nahuac. Hanoc apenas pudo agachar la cabeza
para evitar el demoledor golpe de su adversario. Al mismo tiempo, bloqueó con la
maza el envite del segundo hombre, un soldado raso sin ninguna protección
corporal, armado con una larga lanza. Aprovechando aquella debilidad, el
defensor rodó hacia adelante, evitando otra embestida del primer rival, y a la
vez golpeando al siguiente contrincante. Al verse alcanzado, éste cayó de
espaldas, con el codo convertido en una masa sanguinolenta. Sus gritos se
vieron opacados por el aullido de Taloc, quien emergió de la espesura blandiendo
sus armas con pavorosa agilidad. El contendiente más cercano arremetió con la pica,
pero el endemoniado norteño era curtido en estas lides. Evadiendo la mortal
hoja de obsidiana, se acercó al hombre con la velocidad de un rayo, hundiendo
en su pecho la gélida hoja de metal. El kochiteca murió con una expresión de
asombro en sus rasgos cicatrizados.
—¡Uno
con vida! —rugió Hanoc con desesperación, mientras intercambiaba golpes de
maza con su enemigo. Las astillas de piedra volaban sobre su cabeza al
entrechocar con violencia las macanas. En medio de la refriega, el nahuac pudo
ver con el rabillo del ojo cómo Taloc le hacía frente a otro sujeto, cubierto
también con un peto acolchado.
El guerrero sonrió con crueldad al ver que su enemigo tenía el
pecho desnudo. Tan sólo dos muñequeras de cuero endurecido se cerraban como
cepos en sus gruesos antebrazos. Pero al descubrir la brillante hacha que hacía
bailar entre sus dedos, la sonrisa se convirtió en una máscara de rigidez.
Taloc, al notar la vacilación de su contrincante, acometió con dureza. El kochiteca
se vio sorprendido por la agilidad del guerrero que tenía ante sí. Los
movimientos del extranjero eran ágiles y letales como la mordida de una
serpiente. Aprovechando una abertura en la defensa de su raudo enemigo, el
nativo soltó un golpe de macana en dirección a la cabeza. Su sorpresa fue mayor
al ver cómo las afiladas cuchillas de obsidiana se hacían trizas al contacto
con aquel extraño metal que consiguió bloquear su brutal arremetida. En aquel
instante comprendió que se hallaba a merced de aquel demonio de ojos
transparentes. Lo único que pudo hacer para evitar el golpe fue confiar en la
defensa que le otorgaba su armadura acolchada. Pero su suerte parecía estar
echada, ya que la misma hoja que había inutilizado la macana, traspasaba las
apretadas capas del algodonado. Un frío de muerte le atenazó las entrañas
cuando aquel filo maldito se le alojó entre las costillas, dejándole fuera de
combate. El hombre alzó la mirada con espanto, al tiempo que la sangre tibia resbalaba
por su cintura. Los ojos del medio vikingo le contemplaban con una extraña
compasión. Al fondo, el nahuac aullaba de alegría sobre el cuerpo quebrado de
su enemigo.
—Viviréis
—dijo en lengua común—, aunque creo que mejor hubieseis muerto…
III
Lo primero que
Taloc notó al acercarse al campamento, fue la pestilencia que flotaba en el
ambiente. Se trataba de un hedor sombrío que le recordaba la masacre en las
aldeas kochitecas arrasadas días atrás. Algo en su interior, la parte heredada
de su progenitor, se revolvía al pensar en aquellos ritos sin sentido. No obstante
para la sangre iroquesa que le recorría las venas por parte de su madre,
aquellas ceremonias sangrientas no parecían tan descabelladas. Después de todo,
no había mayor gloria para un guerrero que someter y exterminar a sus enemigos
sin ninguna misericordia.
Pero las mujeres y niños que le contemplaba en silencio desde la
empalizada no tenían el aspecto de los enemigos que un bravo esperaría
aniquilar. Taloc les miró por un momento, y aquello fue suficiente para sentir
un doloroso vacío en el pecho. Se alejó de allí, tratando de enfocar la mente
en las bolsas de jade que recibiría como pago por aquel trabajo.
No pudo dejar de sentir lástima por el guerrero capturado. El
hombre le miró con altivez al ser arrastrado hacia la empalizada por varios nativos.
Taloc le siguió con la mirada hasta que desapareció entre la multitud de
miserables que compartirían su oscuro destino.
—Mi
señor Chankal os espera —dijo una voz gangosa a sus espaldas.
El norteño se volvió y se encontró frente a un hombrecillo enjuto,
de aspecto ceniciento, que portaba un tablero de jade plagado de extraños
jeroglíficos pendiendo del pecho. Sin duda se trataba de uno de los escribas
que acompañaban al gran señor Chankal en su cacería de hombres.
Asintió y le siguió sin decir palabra.
El Noble Chankal yacía sobre un palanquín de bambú, rodeado por su
guardia personal. Un grupo de guerreros emplumados, armados con lanzas,
puñales, escudos y petos de algodón. El líder de la expedición portaba un
tocado de plumas de quetzal y varios collares de perlas y jade, que
resplandecían con timidez bajo la luz de un brasero. Sin embargo bajo aquella
opulencia se ocultaba un rostro adusto en el que bailaban sin cesar unos
ojillos hambrientos y crueles.
La podredumbre de la muerte invadió las fosas nasales de Taloc al
ingresar en el entoldado. Chankal le contempló con intensidad y en su mirada se
advertía cierta irritación. Al parecer la entrada del norteño había
interrumpido el esparcimiento del aristócrata. Taloc le echó un vistazo al
lugar y se estremeció al descubrir el cuerpo mutilado que yacía a unos pasos de
allí. Al notar la herida en el codo de aquel desdichado reconoció a unos de los
prisioneros que había traído consigo. Se sorprendió todavía más al advertir que
aún continuaba con vida. El hombre musitó con gran esfuerzo unas palabras a uno
de los escribas, el cual trataba de no mirar aquel rostro mutilado sin orejas
ni nariz. El mismo Taloc, acostumbrado a los horrores del combate, sintió cómo
se le retorcía el estómago al contemplar aquellas pavorosas heridas.
—Ha
repetido lo mismo, excelencia —exclamó el escribano en tono de preocupación,
tratando de ocultar la repulsión que le abrumaba.
Los ojos de Chankal se abrieron como platos al verse invadido por
la furia. Al parecer lo que estaba escuchando no le gustaba para nada, o por lo
menos eso imaginó el mestizo al advertir la tensión que se apoderaba de sus repugnantes
rasgos.
Dos secretarios se acercaron al improvisado trono y conferenciaron
con su señor. Chankal pareció asentir de mala gana antes de alejarlos con
un brusco ademán. Se irguió y, con un gesto de cabeza, le
indicó a uno de sus hombres que el interrogatorio había culminado. Un sujeto
rechoncho y tuerto se acercó el prisionero y, sin mediar palabra, le hundió una
hoja de obsidiana en la base de la nuca. El miserable soltó un quejido ahogado
antes de fallecer. En ese momento Taloc descubrió la portentosa figura de Hanoc
emergiendo de las sombras que reinaban al fondo de la tienda. En sus facciones
podía leer la misma intranquilidad que anidaba en la mirada del aristócrata.
—¿Qué
os sucede? —inquirió presa de la ansiedad.
Como era su costumbre, el nahuac se tomó su tiempo para responder.
—Estamos
rodeados —replicó en tono cortante—. Mientras
nuestro brillante líder arrasaba con lentitud las aldeas que encontraba a su
paso, los kochitecas tuvieron tiempo de conformar un ejército para cortarnos el
paso.
El norteño sintió un vacío en las entrañas. Los hombres que habían
capturado no eran más que una avanzadilla de exploración de aquella poderosa fuerza.
Ahora, la única vía de escape hacia tierras aliadas estaba bloqueada. Además,
volver atrás estaba fuera de discusión. Tal vez un ejército aún más poderoso
estaría siguiendo el rastro de muerte dejado por los nahuac.
—¿Entonces
qué haremos? —preguntó el norteño, tratando de organizar sus pensamientos.
Aquellas nuevas eran demasiado impactantes como para tomarlas a la ligera.
—Los
dioses lo decidirán —aseguró Hanoc en tono monocorde. Al igual que su compañero, aún
trataba de asimilar la mala noticia. En ese instante el líder de la expedición
reapareció en la tienda, trayendo consigo a un sacerdote que portaba un gran
trozo de cuero curtido.
Taloc y su compañero esperaron en silencio, a la vez que los
secretarios y el recién llegado desplegaban el inmenso fragmento frente a
ellos. El aroma acre de la piel vieja se dejó sentir en el aire. Por unos
momentos discutieron en voz baja, volviendo la mirada de vez en cuando hacia
los dos guerreros. El mestizo no pasó por alto el creciente nerviosismo que
asomaba en la férrea mirada de Chankal, mientras todo aquello sucedía.
Al fin, uno de los secretarios, el mismo viejo enjuto que le había
convocado, les indicó que se acercarán con un leve ademán.
Taloc sintió el peso de los ojos del noble. Sabía que su presencia
desagradaba al altivo nahuac, pero por presiones de la casta sacerdotal se
había visto obligado a llevarle consigo en aquella expedición. Alzó la cabeza y
captó el rencor que asomaba en esas pupilas de víbora.
El explorador decidió entonces centrar la atención en el mapa que
tenía enfrente. En el pergamino se podía apreciar la ciudad estado y las
diferentes rutas para llegar a ella. Unos extraños jeroglíficos en la parte
superior señalaban las jornadas que se tardaba en alcanzarla desde cualquier
rincón del imperio. Sus ojos recorrieron la tinta azulada y verde, hasta que se
detuvieron en dos extremos anaranjados que señalaban la posición de los
enemigos que les seguía los pasos.
—Como
bien podéis ver, dos ejércitos kochitecas avanzan desde el este y el occidente
para cortarnos el paso —comentó uno de los escribas señalando con un
trozo de caña.
Taloc asintió sin apartar la atención de la vitela. Frunció el
ceño al constatar la gravedad de la situación.
—Puesto
que vos habéis recorrido casi la totalidad de nuestro glorioso imperio —continuó
el viejo—, el noble Chankal solicita vuestro consejo para hallar otro
camino para regresar a nuestros dominios.
El norteño tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sacar a relucir
la satisfacción que le invadía. Trató de imaginar lo humillante que sería para
aquel déspota el necesitar la ayuda de un extranjero al que aborrecía con todas
sus fuerzas. Alzó la vista y contempló por un instante la pétrea máscara de
rigidez que cubría el rostro del caudillo.
—¿Cuál
es vuestro consejo entonces? —le apremió el sacerdote que esperaba con ansiedad,
consciente de la rivalidad existente entre ambos hombres. Se trataba de un sujeto
de aspecto enfermizo, que vestía una túnica basta teñida de negro, que por su
aspecto, parecía haberla portado por siglos. La única señal que indicaba su
rango eclesiástico era la gargantilla de oro con piedras preciosas que pendía
de su sucio cuello.
Taloc se aclaró la garganta y se apoyó sobre el plano. Se
estremeció al advertir la gelidez de la hoja de acero al rozarle la
entrepierna. Sin embargo, esto era una molestia menor comparada con la zozobra
que flotaba en aquel lugar.
—Aquí
—dijo después de unos instantes, señalando un punto desteñido sobre
el trozo de piel—. Alguna vez tuve que rodear estos picos para huir de una turba de
cazadores de cabezas. Sospecho que existe un sendero para cruzar a través de
las montañas.
—¿Estáis
seguro? —inquirió el viejo escriba con un hilo de voz. En aquellos ojos
hundidos se adivinaba un creciente
desasosiego.
—Lo
estoy —apostilló Taloc con vehemencia. Estaba
familiarizado con aquella región, y sabía que no podrían encontrar otro camino
para evadir a los kochitecas.
Los escribas se acercaron al plano y un leve cuchicheo de
preocupación surgió entre ellos. El mismo Hanoc parecía estar envuelto en un
manto de invisible temor.
—Las
montañas de la bruma —musitó. En su voz se percibía un tinte de
pánico.
Taloc le observó con curiosidad. Aún no comprendía la razón de
aquel revuelo.
El escribano se acercó a su señor, y el duro rostro de aquél se
transformó en una mueca de inquietud. Chankal se irguió y se acercó al pergamino.
Contempló a Taloc con desprecio y luego fijó la atención en las
dos manchas, casi borradas, que indicaban las montañas.
—¿Decís
que ésta es la única vía de escape? —preguntó sin apartar la vista de la vitela.
—Me
temo que sí —replicó el aludido con sequedad—. Bordear sería
una labor imposible para un nutrido grupo como el vuestro. Y eso que tan sólo
hablo de los guerreros, los prisioneros no tendrían ninguna oportunidad.
Los ojos de Chankal le estudiaron con fría intensidad, pero al
contrario de sus súbditos, el norteño le
sostuvo la mirada. Un atisbo de furia apareció en el rostro del caudillo ante aquella
impertinencia. Pero nada podía hacer mientras la casta sacerdotal tuviese al
extranjero bajo su ala protectora. Soltó un suspiro y volvió la atención hacia
Hanoc.
—Vos —dijo,
señalando al nahuac con sus dedos enjoyados.
El taciturno guerrero se sobresaltó, pero al momento recobró la compostura.
—A
vuestras órdenes, excelencia —exclamó agachando la cabeza.
—Vos
habéis recorrido estas tierras al igual que el forastero ¿no es así?
Hanoc asintió, mirando al medio vikingo de soslayo. A diferencia
de su compañero, sentía un temor reverencial por los gobernantes de su pueblo.
—Si,
excelencia —replicó con cautela.
—Entonces…
¿estáis de acuerdo con lo que ha dicho este hombre? — prosiguió el
noble con altivez.
Hanoc se volvió hacia Taloc, pero aquel tenía la mirada fija en Chankal.
—Si,
mi señor —contestó con un hilo de voz.
Chankal le fulminó con orbes encendidos y al guerrero no le quedó
otra cosa por hacer que agachar la cabeza. Sabía que aquella respuesta no era
la esperada por su señor, pero no podía
hacer otra cosa que decir la verdad, así ésta pudiese ganarle un poderoso
enemigo. Pero la realidad era que Hanoc estaba más horrorizado por lo que
pudiesen encontrar al otro lado de aquellas cumbres que de la venganza mezquina
de un aristócrata.
—¡Debe
haber otra forma de escapar! —protestó el sacerdote con voz quebrada. En
sus rasgos huesudos se podía adivinar un temor feral que superaba el miedo a
las macabras deidades que solía adorar.
Un murmullo sordo se elevó entre los escribas. Taloc contemplaba
aquella escena con un gélido pálpito en las entrañas. Al estudiar la expresión
en los ojos del diácono comprendió que algo inquietante estaba sucediendo. De
manera inconsciente pasó los dedos por el pendiente, buscando la protección de
los dioses de ultramar que seguían sus ancestros.
—¡No podemos
olvidar las advertencias de nuestros antepasados! —prosiguió el
clérigo con desesperación—. Vos mismo habéis escuchado las historias
que han pervivido por generaciones acerca de esas montañas malditas.
Un silencio espeso y dañino se apoderó de los presentes. Aquellos
rostros cetrinos parecían haber perdido su color hasta convertirse en pálidos
espectros. El mismo Taloc sintió un frío malsano apretándole los huesos. En aquel
instante se preguntó qué podría ser más terrible que enfrentar una muerte segura
a manos de los kochitecas.
—¡Patrañas! —rugió
Chankal enfurecido, perdiendo la frialdad que le caracterizaba—.
Son tan sólo historias de hoguera para aterrorizar a los niños y mantener a
raya al pueblo —aseguró con sorna el caudillo.
—¡Cuidado
con lo que decís, noble Chankal! —objetó el viejo sacerdote, apelando al temor
que inspiraba su cargo—. No podéis despreciar de esa manera la
sabiduría de quienes vivieron antes que vos —prosiguió con
firmeza—. Por cientos de años, ningún miembro de nuestro pueblo se ha
aventurado a través de esas tierras impías dominadas por los vástagos de T´kmal, y no creo que nosotros debamos
ser los primeros…
La risa cruel de Chankal retumbo en la estancia.
—¿Entonces,
preferís morir a manos de vuestros odiados enemigos? —le interrumpió
con cinismo.
El diácono paseó la mirada entre los presentes, buscando con
angustia una solución a aquel dilema. Sin embargo el vigor de aquella
intervención se había esfumado, dejándole de nuevo como un viejo consumido.
—No
pienso retar a los dioses con este asunto —replicó el noble
con suspicacia, tratando de no perder el favor del sacerdote—.
Dejo a vuestra discreción la manera de pedirles a los altos señores que nos
otorguen su beneplácito para esta travesía.
Los negros ojos del anciano refulgieron de manera siniestra, a la
vez que dibujaba una espantosa mueca en sus magras facciones.
—Debemos
honrar al poderoso Ximexcal con un
sacrificio adecuado—replicó el clérigo con emoción y algo de alivio.
Chankal se frotó las manos y sonrió con sorna.
—Os
autorizo a buscar un prisionero, el mejor de todos, para honrar a nuestro señor
—sentenció con firmeza.
—Así
sea —contestó el viejo, retirándose con una venia.
Sin embargo a Taloc le pareció que el temor que asomaba entre quienes
le rodeaban, demostraba que no estaban muy convencidos de que un simple
sacrificio les daría vía libre a través de aquellas tenebrosas cumbres. Él
mismo se estremeció al tratar de imaginar lo que podría aterrar tanto a los
desalmados nahuac.
IV
El medio
vikingo contempló sin emoción el sombrío destino del kochiteca capturado. Dos
sujetos enjutos, con túnicas pestilentes, le arrastraban hasta un improvisado altar
en medio del claro. Los guerreros nahuac se congregaban alrededor, sin ocultar
el recelo que les causaba el rumor acerca de su viaje a través de las montañas
prohibidas. Los cuchicheos cesaron
cuando Chankal, precedido de su guardia, hacía aparición en el lugar. Tras él,
avanzaba el sacerdote, ataviado con una capa oscura y portando una pavorosa
máscara ceremonial que representaba a Ximexcal,
el señor de la muerte. Unos extraños símbolos pintarrajeados con tintes
vegetales pululaban en su torso sudoroso. Al posarse a la diestra del cautivo,
las cuentas de jade que le colgaban del pecho refulgían de manera extraña. El
kochiteca se debatió con la fuerza de la desesperación, pero nada pudo hacer
para evitar su fatal sino.
El clérigo elevó una daga de obsidiana y recitó una oscura
monserga que le puso a Taloc la carne de gallina. El mestizo resbaló la vista
hacia el rostro de la víctima, una faz cenicienta desfigurada por el terror. Un
grito ahogado emanó de sus labios al sentir cómo la hoja sajaba su pecho y
luego los dedos del sacerdote le arrancaban el corazón de manera inmisericorde.
Se agitó en un grotesco espasmo antes de aquietarse para siempre. El adorador
de Ximexcal levantó el órgano
palpitante, mientras sus orbes hundidos refulgían como fuegos del infierno
detrás de la máscara. Arrojó la víscera enrojecida sobre un brasero y un mar de
chispas se elevó por encima de su cabeza.
Taloc paseó la vista en derredor y advirtió el miedo que asomaba
en los nahuac. Un pánico reverencial que ni siquiera el poderoso Chankal podía
ocultar. Hanoc se encontraba a pocos pasos de allí, con la frente pegada al
firme, al igual que la mayoría de sus hermanos. Tan sólo el noble y su escolta
mantenían la vista fija sobre aquella horrorosa ceremonia.
El clérigo permaneció atentó a los movimientos de las flamas, como
si tratara de descifrar en ellas los designios de los dioses, o por lo menos
eso fue lo que le pareció al norteño.
Después de un buen rato, se irguió y enfiló hacia donde se hallaba
el caudillo. Una costra de sangre le bañaba hasta los codos.
—¿Cuáles
son los designios de Ximexcal? —inquirió
Chankal parpadeando con inquietud.
El sacerdote se retiró la espeluznante careta y miró al noble con
intensidad.
—Los vaticinios
no son claros —musitó, con la duda aflorando en la mirada—.
Tan sólo sé que si permanecemos en este lugar seremos blanco de la furia de los
kochitecas. —El semblante apergaminado del clérigo perdió todo color—.
Los pude ver con claridad. Sus huestes siguen nuestros pasos y ansían nuestra
sangre para ofrecerla a sus blasfemas deidades.
Los ojos del noble perdieron todo brillo y sus rasgos se tensaron.
Los rituales de sacrificio de los kochitecas eran aún más pérfidos que los de
su propio pueblo. Con tan sólo pensar en ello se le revolvieron las entrañas.
Preferiría enfrentarse a mil demonios que afrontar aquel destino atroz.
Al apartar la vista de las fulgurantes pupilas del sacerdote,
advirtió las miradas febriles de los guerreros. El único sonido que reinaba en
aquel claro era el chillido de los monos y los estridentes llamados de las aves
en celo.
Chankal respiró hondo y se irguió, consciente de lo debería hacer
a continuación.
—¡El
gran Ximexcal ha hablado! —rugió,
cruzando los brazos sobre el pecho—. Nos ofrece su bendición para cruzar las
tierras de los hijos de T´kmal. Su
poder nos dará cobijo y alejará de vosotros todo peligro.
Los nahuac intercambiaron miradas de perplejidad y recelo. A pesar
de la fe ciega que depositaban en sus líderes, aquel periplo se les antojaba
aterrador. Los espantosos relatos acerca del pueblo de la bruma habían corrido
de generación en generación, infectando de pavor sus corazones. Ahora se veían
abocados a cruzar aquellas cimas prohibidas y enfrentarse a sus peores
pesadillas.
—Noble
Chankal —se adelantó uno de ellos, un sujeto de rostro enjuto y mirada
temerosa—. No dudamos de la palabra de los dioses, pero el valor de los nahuac
se vería mancillado si huimos de una vulgar caterva de kochitecas. Diez de
ellos no se comparan con uno de nosotros.
Un coro de asentimiento emanó de las apretadas filas de guerreros.
Chankal les contempló pensativo, acariciándose la barbilla.
—Ximexcal conoce el
destino de cada uno de vosotros, desde el día en que visteis la luz del mundo
hasta el momento de vuestra muerte —replicó con dureza. Alzó los brazos al cielo
y los brazales de jade y rubí refulgieron con la energía de cien soles —¿Quiénes
somos nosotros para dudar de sus designios?
Un silencio sepulcral se apoderó de todos. Aquellas palabras
terminaban con cualquier duda. La infalibilidad de los dioses era absoluta.
El guerrero agachó la cabeza y reculó sin replicar.
El noble se volvió hacia el sacerdote y pasó por alto la
incertidumbre que se dibujaba en aquel semblante macilento.
Taloc veía aquella escena con desconfianza. Percibía el miedo en
los nahuac y la ansiedad palpitaba desbocada en su pecho. Buscando una
respuesta en los dioses de su padre, acarició la piedra de ámbar que destacaba
en el pendiente, pero lo único que recibió a cambio fue un nudo en la boca del
estómago.
La hueste no
perdió tiempo en ponerse en marcha. Poco antes del amanecer, enfilaban hacia el
incierto destino que les esperaba más allá de las cumbres silueteadas por la
niebla. Se abrían camino con dificultad a través de una selva espesa que nunca
había sido rozada por pies humanos. Un vapor malsano se alzaba en medio de la
humedad, arrastrando consigo una vaharada de hedores innombrables. Chankal y su
comitiva se desplazaban en el centro de la columna, seguido por los cautivos.
Niños y mujeres que aceptaban con resignación su angustioso sino. Una partida
de bravos defendía los flancos y la retaguardia, atentos a las avanzadillas rivales,
mientras que los exploradores avanzaban con cautela, buscando algún sendero provechoso.
Una labor casi imposible en aquel terreno indómito.
Taloc y Hanoc se desplazaban como sombras a través de la floresta.
Se movían con el sigilo de las bestias que habitaban aquel océano de verdor y bruma.
Los animales les contemplaban con curioso recelo desde lo alto de los árboles,
como si se tratara de los primeros hombres que hubiesen puesto pie en aquella
jungla. Taloc se detuvo en medio de la espesura, con el corazón a punto de
estallar. Algo en su fuero interno le advertía que no diera en paso más en
aquella penumbra irrespirable. Acarició la cabeza de la segur y rogó por la
guía de las deidades del frío norte. A pesar de ser apenas mediodía, la poca
luz que conseguía filtrarse a través de las espesas copas de las ceibas apenas
le permitía ver unos pasos más adelante. Los juegos de luces y sombras le
mantenían en alerta constante, mofándose de sus sentidos. Había algo
inquietante en aquel lugar, un poder inexplicable que parecía pender de su
cuello como un collar de piedras. El mestizo se giró con presteza al percibir
un crujido a sus espaldas.
Hanoc quedó paralizado al advertir el fulgor de la hoja de su
compañero a medio palmo de la garganta. Estaba enjuagado en sudor y sus ojos
refulgían con suspicacia.
—No
me gusta este condenado sitio —murmuró, pasándose la lengua por los labios—. Es
como si el tiempo se hubiese detenido.
Taloc asintió, examinando con desconfianza en derredor. En aquel
instante percibió el aplastante silencio que les embargaba. El desasosiego que
latía en su pecho cobró bríos. La superstición heredada de su madre amenazaba
con hacerle perder el control. Sin embargo consiguió apelar a la dureza de la
sangre vikinga para aplacar aquella inquietud.
—¿Lo
percibís? —musitó, apretando el hombro del nahuac.
El nativo de piel cobriza frunció el ceño y permaneció en
silencio.
—La
quietud…—continuó el mestizo—, es devastadora.
Los rasgos de Hanoc se apretaron en un gesto ansioso. Era como si
fuesen los únicos seres vivos en medio de aquella asfixiante espesura. Ni la
algarabía de los monos o el canto de las aves tenían cabida en aquel sombrío
paraje.
—Debemos
regresar —alegó el nahuac con voz quebrada. El miedo le atenazaba las tripas
como el filo de una hoja de obsidiana. Todos los temores cultivados por su
pueblo afloraban en aquella mente primitiva con el poder de un río desbordado.
—No
hay forma de escapar —afirmó el norteño, apretando los labios—. Chankal
no dará su brazo a torcer. Preferirá arriesgarse con lo que sea que more en esas
montañas, antes de enfrentarse a los kochitecas.
Hanoc pestañeó. El mestizo captó la confusión que le afectaba.
—¡Entonces,
huyamos nosotros! —exclamó conmovido, aferrando el brazo del iroqués—.
Sois el favorito del dios Jaguar. Él nos guiará fuera de este infierno.
Taloc sacudió la cabeza,
no pensaba confiar su pellejo a los oscuros dioses de los nahuac. Además, al
igual que Chankal, prefería enfrentarse a una vieja leyenda que a las hojas de cientos
de enemigos.
—No,
Hanoc —replicó con calma—, separados del grupo seremos presa fácil de
los kochitecas. —Encaró al nativo y sus ojos grises destellaron con decisión—. Al
menos a través de la sierra tendremos una oportunidad.
—O
enfrentaremos un horror aún peor —replicó el aludido con voz quebrada. Sus sentidos
parecían captar una amenaza que Taloc no podía siquiera vislumbrar.
Un dedo helado recorrió la espina dorsal del mestizo. Volvió la
vista hacia la silenciosa oscuridad que les esperaba y se preguntó si Hanoc
tendría razón. Trató de apartar aquellas inquietantes reflexiones y pensar con
cabeza fría. De todos modos, seguir adelante era la única opción que tenían de
salir airosos de aquella situación.
—Vamos
—dijo, palmeando el hombro del nahuac—. Debemos buscar
el camino más adecuado.
El guerrero soltó un gruñido y siguió los pasos del norteño a
través de aquella tenebrosa floresta que amenazaba con devorarlos en cualquier
instante.
Pasaron una
noche intranquila, sumidos en una penumbra malsana colmada de sombras y sonidos
amenazantes. Al amanecer, descubrieron que cinco guerreros habían desaparecido
sin dejar rastro. El rumor se extendió como el fuego en paja seca, pero esto no
impidió que Chankal continuara con su plan original. De todos modos no les
quedaba mucho de donde escoger. Por este motivo recogieron los bártulos,
arengaron con violencia a los cautivos y retomaron su periplo a través de la
jungla agreste que parecía guiarlos hasta el corazón de los dominios de T´kmal.
Taloc se movía de un lado a otro en completo silencio, atento a
cualquier señal de peligro. Unas veces se hallaba enfrente con los batidores y
luego reaparecía en los flancos o en la retaguardia. Los hombres comenzaban a
murmurar que aquel sujeto de ojos claros era la misma encarnación de Ximexcal. Contemplaban con recelo sus
armas de acero y se preguntaban que dios foráneo le había otorgado tal poder.
Los más osados deseaban enfrentarse a él y arrebatarle aquel trofeo, pero las
historias que corrían de boca en boca acerca de sus habilidades terminaban por
hacerles desistir. Muchos habían caído víctimas de las endemoniadas hojas que
tanto anhelaban. Sumado a esto, se hablaba ya del encuentro con el felino y su
pacto secreto con el dios Jaguar. Poco a
poco se iba tejiendo entre los nahuac un aura de invencibilidad en torno al
mestizo venido del norte.
Avanzaron sin descanso, conscientes de que sus implacables
perseguidores no cejarían hasta darles caza. Enfrente de ellos, en medio de la
calina y los vapores nauseabundos de la jungla, se alzaban las amenazantes
montañas de la bruma. Las titánicas moles se asemejaban a una fortaleza
granítica en medio del mar de asfixiante verdor que las circundaba.
Taloc sentía el agobiante peso del temor a medida que se acercaban
al territorio prohibido. La sangre iroquesa palpitaba desbocada, mientras algo
en su fuero interno le advertía a gritos que se alejara de aquel lugar cuanto
antes. Pero en Taloc también corría la herencia de los hombres del norte, y se
necesitarían más que palabrerías de hoguera para hacerle retroceder. No
obstante, no podía negar que algo tenebroso e incomprensible reptaba entre la desesperante
penumbra que ahogaba la luz solar. La inquietud comenzó a roer la voluntad de
los nahuac a medida que ascendían a través de la densa falda de la montaña.
Todo era diferente en aquel sitio, incluso la vegetación adquiría tintes
amenazantes y parecía que algo siniestro se ocultaba tras cada recodo y
florecimiento rocoso.
Y para su infortunio no estaban muy equivocados.
—Percibo
algo extraño —susurró Hanoc, paseando la vista en derredor. El sudor le perlaba
la frente y le resbalaba por las mejillas—. Es como si
cientos de ojos nos auscultaran desde la penumbra. —Había
incertidumbre en su voz.
Taloc no respondió. Se encontraba sumido en sus propias
reflexiones, examinando con detenimiento el sendero que se dibujaba entre la
broza.
—Nos
siguen desde hace un buen rato —comentó con aire ausente, como si se tratase
de una simple trivialidad.
La expresión de nahuac se transformó en una mueca angustiosa.
—Tranquilo,
amigo —susurró Taloc, posando la mano sobre el amplio hombro de su
compañero—. Si quisieran matarnos ya hubiesen caído sobre nosotros.
El nativo contempló la espesura con inquietud, acariciando el pomo
de su macana.
—Tal
vez esperan que nos adentremos más en esta selva infernal para acabar con
nosotros — protestó con miedo en la voz.
Taloc respiró hondo. La misma conclusión había ensombrecido sus
pensamientos. Quizá una fuerza mayor les esperaba más adelante para asestar un
golpe definitivo. Ahora el temor que latía en sus entrañas se hacía más
acuciante. La certeza de la lucha se convertía en una espantosa realidad. Se
volvió hacia el nahuac y sus ojos resplandecieron como fuego helado.
—Avisadle
a Chankal acerca de la amenaza que se cierne sobre nosotros —susurró
con urgencia—. Decidle que debemos cerrar filas y usar los escudos.
Hanoc asintió sin ocultar el pavor que le infectaba. Se dio media
vuelta y enfiló hacia el colorido palanquín de su líder en medio de la columna.
Entonces se desató el infierno sobre ellos.
V
Un rugido
bestial brotó de la espesura. Un sonido ronco que parecía emerger de la misma
tierra. Los primeros nahuac cayeron sin saber qué ocurría. Taloc se arrojó
sobre el firme al mismo tiempo que decenas de dardos silbaron por encima de su
cabeza. Los proyectiles alcanzaron los cuerpos de los hombres que protegían los
flancos. Algunos murieron de inmediato, los otros se revolvían en espeluznantes
estertores mientras el veneno de los venablos les infectaba las venas. El
mestizo alzó la vista y pudo ver cómo Hanoc corría ileso entre aquella
confusión. No obstante comprendía que ya era tarde para conformar una defensa
coherente con aquellos aterrados guerreros. De manera instintiva echó mano al
hacha que pendía del cinto, esperando el inevitable asalto de los agresores.
Por un instante imaginó que se trataba de una hueste de kochitecas, pero al advertir
la horda que escupía la breña, comprendió que el terror de los nahuac era más
que justificado. Se trataba de espeluznantes remedos de humano. Figuras
simiescas ataviadas con pieles que portaban picas de piedra y toscos cuchillos
de pedernal. Sus rostros y miradas poseían una brutalidad implacable propia de
las bestias.
Arremetieron en gran número, haciendo retumbar sus gruñidos por
encima de los árboles y en los aterrados corazones de los nahuac.
Rompieron la columna como una marea furiosa, repartiendo la muerte
sin misericordia. Los gritos de pánico y el olor de la sangre derramada
despertaron los instintos más básicos del mestizo, convirtiéndole en una
máquina de matar. Se irguió con presteza y se hizo a un lado al verse
confrontado por un rostro inhumano. El hacha de piedra del atacante rasgó el
aire y destrozó el rostro del sujeto que se encontraba a su diestra. La sangre
tibia bañó la cara de Taloc y la criatura dejó escapar un berrido victorioso. Pero
su celebración cesó al sentir la hoja helada del guerrero abriéndose paso a
través de sus costillas. Taloc apretó las mandíbulas y giró el acero entre las
carnes de aquella abominación, arrancándole un gemido de profundo sufrimiento.
Sus ojos refulgieron con una alegría espantosa al comprender que moría como
cualquier hombre a pesar de aquel aspecto demoníaco. Extrajo el cuchillo con
rapidez y lo enterró en el pecho de su enemigo apagando aquel lamento de una
vez por todas. La bestia se deshizo a sus pies y se volvió buscando un nuevo
enemigo.
Con la sangre reventando en las sienes, comprendió que la batalla
estaba perdida. Los nahuac caían por decenas frente a la salvaje acometida de aquella
alucinante horda. Algunos aguantaban el embate e incluso conseguían herir a los
agresores, pero el miedo cultivado en sus mentes por generaciones lograba
imponerse sobre sus habilidades guerreras.
Sin entender qué fuerza le impulsaba, el mestizo se abrió paso
hacia el centro de aquel caos en busca de Hanoc. Cercenó una mano velluda que
intentaba detenerle y hundió la hoja ensangrentada en un rostro simiesco. La furia
de sus antepasados ardía en su corazón. Cada movimiento era firme y calculado,
no había ostentación o pasión en ello. Se trataba de una danza mortal que
combinaba la potencia del hacha con los certeros tajos de la hoja curva.
Fintaba y bloqueaba las toscas armas de los salvajes, sembrando la muerte y el sufrimiento.
No tardó en abrir un pasillo de cadáveres en aquel maremagno. Alzó la vista
hacia un breve altozano y descubrió al líder de aquella turba. Un sujeto de
hombros anchos y rasgos brutales que portaba un tocado con plumas deslucidas.
Armado con una macana de pedernal, no cesaba de gruñir en una jerga primitiva y
gutural. Sin pensarlo siquiera, Taloc aferró una pica de manos de un nahuac
caído y la arrojó con todas sus energías en aquella dirección. Por un momento
creyó tener éxito, pero aquel espantoso ser giró con presteza y evitó por unos
dedos el filo de obsidiana, que terminó clavado en un árbol a sus espaldas.
Por un instante las miradas de ambos chocaron y el medio vikingo
se estremeció al percibir la malignidad que emanaba de aquellos orbes bestiales.
El caudillo levantó los brazos y sus alaridos retumbaron con furia en los oídos
del guerrero.
De pronto otro sonido llamó la atención de Taloc. Se giró y contempló la lucha desesperada de la
guardia de Chankal defendiendo con denuedo el palanquín. Los salvajes se
arremolinaban como hienas hambrientas a su alrededor y tan sólo las afiladas
lanzas de los humanos les impedía llegar a ellos. Los cuerpos apilados por
doquier atestiguaban el valor de los defensores. No obstante era una gesta
fútil. Los hijos de T´kmal no
tardarían mucho en reducir a los bravos guerreros que aún continuaban en pie.
Taloc se desentendió de aquella dramática escena y centró sus esfuerzos en
encontrar a su compañero. Evitó a otro de los salvajes y le destrozó la
mandíbula con un certero revés. El sujeto cayó de rodillas llevándose las manos
al rostro deshecho. El iroqués le hundió la frente antes de que pudiese
siquiera reaccionar. Corrió como un gamo y burló a un segundo perseguidor.
Entonces vislumbró a Hanoc a pocos pasos de allí, debatiéndose como una fiera herida en contra
de varios rivales. Su macana se revolvía sin cesar con jirones de carne
adheridos a las afiladas cuchillas. El norteño se abrió paso con furia y clavó el
acero en la nuca del más próximo. La criatura simiesca dejó escapar un chillido
agudo antes de derrumbarse. Los ojos enloquecidos del nahuac refulgieron de
emoción al reconocer al mestizo. Giró su arma con renovado vigor y una
explosión sangrienta brotó del rostro que acababa de alcanzar. El tercer
atacante intentó retroceder pero se encontró con el filo del hacha de Taloc mordiéndole
sin piedad la clavícula. Un gesto similar al miedo asomó en aquellos rasgos brutales
antes de que otro golpe terminara con su vida. Excitados por la refriega, se
volvieron al escuchar los espeluznantes chillidos de los salvajes al romper el
anillo defensivo alrededor de la litera de Chankal. La suerte del noble estaba
echada y el resto de los nahuac sufría un sino similar. La resistencia se
desmoronaba y los más sagaces abandonaban la lucha y buscaban el cobijo de la
espesa floresta.
Taloc, cubierto de sangre de pies a cabeza, se asemejaba al mismo
dios de la muerte. Sus ojos grises brillaban enloquecidos mientras enfilaba
hacia la jungla seguido de Hanoc.
Ambos se movían raudos a través de un sendero inexistente,
sobrepasando los aterrados nativos que habían conseguido escapar de la masacre.
Las ramas y las lianas parecían querer impedirles la huida, taponando cada
rincón de aquella inhóspita selva. A medida que avanzaban los gritos se
difuminaban en la distancia. Esto les inyectó el ánimo necesario para continuar
a pesar de que sus pulmones estaban a punto de estallar por el esfuerzo.
Jadeantes, se dejaron caer cerca de un marjal y se arrastraron por
el cieno hasta la gruesa raíz de una milenaria ceiba. Taloc tomó una bocanada angustiosa
y sintió cómo el aire fresco le quemaba los pulmones.
Hanoc se limpió el sudor y la inmundicia sin apartar la mirada del
terreno que dejaban atrás. Si aquellas bestias les seguían los pasos estarían
perdidos. El agotamiento palpitaba de manera dolorosa en cada fibra de sus músculos
y apenas podían moverse.
—El
maldito Chankal nos arrastró a la perdición —masculló el
nahuac respirando con dificultad. El odio y el terror luchaban por controlar sus
sentimientos—. Debió haber obedecido la voluntad de los dioses y no haber
puesto pie en tierra prohibida.
Taloc le miró con frialdad. Sumergió las hojas ensangrentadas en
el fango húmedo y luego las limpió en sus pantalones de cuero. El acero
refulgió con palidez entre aquellos dedos cubiertos de sangre seca.
—Chankal
ha pagado por su afrenta —replicó el iroqués alzándose de hombros—.
Ahora lo único que debe importaros es encontrar la manera de salir de
aquí.
Hanoc frunció el ceño y asintió con desgana. Miles de emociones
rugían en su pecho y necesitaba tiempo para asimilarlo sin enloquecer. Los
oscuros relatos de su infancia se habían convertido en una pavorosa realidad.
De pronto, los rasgos de Taloc se tensaron y sus dedos aferraron
con vigor el asa de la segur. Hanoc volvió la atención hacia la espesura con el
corazón en la garganta. Algo se acercaba con rapidez.
Intercambiaron miradas de aprensión y el mestizo le indicó con un
gesto que se mantuviera oculto. El nahuac se deslizó sobre el barro y examinó
los alrededores sin levantar la cabeza. Mientras se hallaban allí, hediendo a
sangre y lodo, Taloc comprendió lo cerca que habían estado de morir y sintió el
amargo sabor del miedo en su boca. Aquella sensación desapareció al notar los
movimientos a través de la espesura. No tardó en emerger una figura de aquel
muro de verdor. Un hombre enjuto ataviado con una túnica hecha trizas. Decenas
de cortes en su rostro y antebrazos daban cuenta de su desesperada carrera en
medio de la maleza. Cayó de rodillas en un breve escampado a orillas del marjal,
mirando con terror hacia sus espaldas.
Se trataba de uno de los sacerdotes menores de Ximexcal. La cabeza rapada y los
tatuajes en los pómulos eran inconfundibles.
Taloc se disponía a prestarle ayuda pero su aguzado instinto se lo
impidió. Hanoc permanecía pegado al firme, aferrando la macana con ansiedad.
Al cabo un silbido rompió el mutismo que les embargaba, y el
recién llegado se desplomó con el rostro convertido en una pulpa sanguinolenta
tras ser impactado por el proyectil de una honda. Con el corazón en la mano, el
mestizo se arrastró hasta la marisma y se sumergió en aquel légamo pestilente
que le cortaba la respiración. Su compañero no tardó mucho en hacerle compañía.
Ambos fueron testigos del arribo de aquellos seres de pesadilla. Se desplazaban
a través de la espesura con la agilidad de una pantera y sus pies apenas
rozaban la superficie. De cerca su aspecto era aún más aterrador. Aquellos
cuerpos encorvados y simiescos estaban cubiertos por una capa de espeso vello
similar a la de una bestia salvaje. En sus toscos rasgos destacaban un amplio
mentón y una frente estrecha bajo la cual destellaban unos ojillos amarillos e
inhumanos. Tenían largas cabelleras enmarañadas y se cubrían con taparrabos de
piel. De sus cuellos pendían espeluznantes cuentas conformadas por dientes y
falanges humanas.
Los salvajes examinaron las proximidades y olisquearon el aire en
busca del algún rastro. Producían un extraño gorgojeo, una mezcla entre gruñido
y lamento al comunicarse entre ellos. El mestizo y el nahuac se sumergieron
tras un juncal al notar la presencia de algunos cerca de la orilla.
Gesticulaban y gritaban señalando al sacerdote caído. Al final cargaron el
cuerpo sin vida y se esfumaron sin dejar rastro.
VI
Se deslizaban
a través de la espesa jungla, guiados tan sólo por un tenue espejismo lunar. Ambos
comprendían los peligros que entrañaba aquella travesía, pero no les quedaba
otra opción. Preferían enfrentarse a un jaguar hambriento que a la furia de los
hijos de T´kmal. Unidos por una liana
alrededor de la cintura, se abrían paso con denuedo, atentos a cualquier
amenaza que pudiese rondarles. Se detuvieron en un breve altozano iluminado por
el brillo argento del disco nocturno. A lo lejos, el mar de verdor no era más
que una mancha negra que parecía palpitar con vida propia y reptar a través de
la jungla devorando todo a su paso. Taloc bebió del odre que cargaba consigo y
luego se lo tendió al nahuac. Habían decidido dar un largo rodeo para evitar
las cumbres brumosas, pero tuvieron que volver sobre sus pasos al toparse con
un extenso acantilado que desembocaba en una corriente cientos de codos más
abajo.
Retroceder no era una alternativa. Para aquellos momentos los
kochitecas, conocedores del horror que pervivía en esa región, deberían estar
esperando a los supervivientes que consiguieran abandonar aquella jungla para
cobrar su ansiada venganza.
Los ojos oscuros de Hanoc refulgían con nerviosismo. Se limpió los
labios con el dorso de la mano y arrojó la pelliza a los pies del iroqués. A
pesar de la penumbra, Taloc percibía el curioso espasmo en labio inferior del
nativo. Un movimiento involuntario producto de la incertidumbre y la tensión
que les consumía.
—Debemos
continuar —exclamó con un suspiro, poniéndose en pie.
El nahuac protestó con un ademán y le taladró con la mirada.
—Estoy
agotado —confesó con pesar—. Debemos descansar al menos esta noche.
—No
podemos perder tiempo —replicó el aludido con firmeza—. La
oscuridad es nuestra única esperanza de salir indemnes. Ya descansareis durante
el día.
El guerrero se acarició el cuello y apretó los labios. Su
compañero tenía razón, pero temía que los músculos se negaran a responderle. Se
irguió con esfuerzo y dejó escapar un leve bufido.
—¿Qué
estamos esperando entonces? —espetó con desdén. No pensaba flaquear
enfrente de aquel extranjero.
La sonrisa del medio vikingo afloró al escucharle.
Palmeó al nativo con vigor y continuaron avanzando bajo el amparo del
pálido brillo lunar.
El tenue rumor
de la lluvia le despertó. Un espasmo en las entrañas le recordó que no había
probado bocado desde el día anterior. Sus ojos no tardaron en acostumbrarse a
la densa oscuridad que le envolvía en el interior de aquella gruta. Reconoció
la silueta que se removía con inquietud en un rincón. Hanoc parecía estar
atrapado en un mal sueño, pero en verdad no podía culparle, no después de los
horrores que habían enfrentado.
El mestizo se estiró y sus articulaciones protestaron. Apenas
podía asimilar lo qué les había ocurrido. Las imágenes se sucedían en su cabeza
como si formaran parte de una alucinación o hubiesen acontecido tiempo atrás.
Acarició el pendiente y se preguntó si los dioses de su padre le
habían prestado ayuda durante aquella lúgubre jornada. Creyó que debería ser
así, ya que intuía que eran los únicos que consiguieron salir indemnes de aquella
masacre. No obstante una punzada en el pecho le recordó que aún se encontraban
en serio peligro.
Apartó estos temores con esfuerzo. Nada ganaría preocupándose como
un anciano indefenso. Debería aferrarse con tozudez a la idea de sobrevivir
costase lo que costase. Era un hombre valiente y en su sangre corría la
indomable energía de dos razas guerreras. Aquella reflexión consiguió sofocar la
sombra de incertidumbre que amenazaba con debilitar su resolución.
Agarró las armas y decidió arriesgarse en medio de la lluvia para
buscar algo de alimento. Le dio una ojeada al nahuac y abandonó la cueva en
silencio.
Después de examinar las inmediaciones decidió que aquella densa
maraña le ayudaría a pasar desapercibido. Guiado por el rumor de la corriente,
alcanzó un regato que serpenteaba con rapidez a través de la espesura. Cerca de
allí, la jungla daba paso a un estrecho sendero que discurría entre inmensas
ceibas y otros árboles gigantescos. El norteño permaneció atento a cualquier
movimiento sospechoso. A pesar de haber avanzado sin descanso, no sabía a
ciencia cierta si habían dejado atrás aquel territorio maldito. De manera
instintiva volvió la vista y se estremeció al notar los ariscos picos nublados.
Podía sentir el peso de la maldad que anidaba en ellos estrujándole el cerebro
como una mano invisible. Agitó la cabeza en un intento de evaporar aquellos nocivos
pensamientos.
Sin volver la mirada, se internó en la implacable maleza que le
rodeaba. En medio de la sofocante lluvia consiguió alcanzar el margen de una
briosa corriente que se estrellaba contra las piedras con un rugido ensordecedor.
El mestizo se deslizó con precaución y contempló aquel tormentoso caudal.
Estaba completamente seguro que se trataba del mismo río que había visto desde
lo alto de acantilado la noche anterior. Tal vez si seguían su curso podrían dejar
atrás aquel agreste territorio. Aprovechó para llenar los odres y asearse antes
de retornar a la seguridad de la gruta.
Hanoc no tuvo ningún reparo con el plan del iroqués. La oscuridad
y el rugido del torrente servirían para ocultar sus movimientos. Además,
estaban seguros de que el río les llevaría hasta alguna aldea en los límites de
los dominios nahuac.
Aquella noche avanzaron siguiendo el sinuoso curso de la
corriente. En ocasiones tenían que alejarse de la orilla debido a
florecimientos rocosos o pantanos, pero mientras el sonido de las aguas les
acompañara no perderían el rumbo. Poco antes del amanecer se levantó una inquietante
bruma que reptaba a través de sus tobillos como una mano helada, entorpeciendo
el avance. A pesar de ello, ambos guerreros estaban motivados y decididos a
continuar. Luego de un buen rato la niebla les cubrió por completo impidiendo
que pudiesen vislumbrar lo que tenían enfrente. Frustrados por aquel inesperado
evento, tuvieron que conformarse con buscar abrigo en un roquedal cercano.
Esperaban que la fosca se disipara antes de que rompiera el día, para así poder
encontrar un buen refugio hasta que retornara la noche.
Sin embargo, la densa bruma persistió hasta que el alba asomaba en
el firmamento y los sonidos de las bestias salvajes anunciaban el nacimiento de
una nueva jornada. Atrapados en medio de la nada y sin otro lugar dónde
resguardase, debieron conformarse con aquel cascajar. Ateridos por el frío y el
hambre, se cubrieron entre la maleza resignados a su suerte.
En aquel lugar el cauce del río se ensanchaba y el caudal perdía
vigor, suavizando la corriente. Taloc examinó los alrededores con detenimiento
y descubrió los linderos de la selva. Las copas de los árboles se apretaban por
encima de la floresta evitando que la luz diurna invadiera aquel inhóspito
paraje. Un aura de inquietante malignidad parecía emanar de la asfixiante
jungla. El medio vikingo se estremeció al tratar de imaginar los horrores que
se esconderían entre la vegetación y los estrechos recodos plagados de gigantescas
raíces. Gruesos troncos que se asemejaban a los apéndices de una bestia
milenarias. Por un instante creyó que la selva era un ser monstruoso, ansioso
por devorar a todo aquel que se atreviera a hollar sus dominios.
Alejó aquella incómoda reflexión y volvió la atención hacia el
margen del río. Un angosto pasaje entre juncos y arbustos espinosos. Sin duda
la ruta más viable para continuar durante la penumbra.
El mestizo respiró hondo y decidió seguir el ejemplo de su
compañero y descansar un poco. En verdad lo necesitaba. Elevó una plegaria a
Odin y rogó porque le hubiese escuchado.
Al abrir los
ojos el sol era punto blanquecino en lo alto de un cielo cubierto de nubes. El
nahuac le contemplaba con detenimiento. En sus afilados rasgos se apreciaba un
curioso desasosiego. El hedor a mugre y sangre flotaba por encima de aquel
cuerpo sudoroso.
—Debo
mostraros algo —musitó sin apenas mover los labios. Sus pupilas refulgían con
intensidad.
Taloc se irguió intrigado, aún sumergido en los vapores del sueño.
Hanoc le indicó que le siguiera y ambos cruzaron el descampado con sigilo antes
de desaparecer en la espesura selvática. Libraron un sendero pestilente plagado
de espesa breña y emergieron en una terraza natural que dominaba varios
estadios a la redonda. La somnolencia que envolvía al norteño se esfumó de
golpe al advertir el humo que surgía del otro lado del altozano. Miró al nahuac
y luego volvió la vista de nuevo hacia el hilillo de humo que ascendía
perezosamente hasta el firmamento.
Una emoción entre recelo y esperanza latió en su interior. Según
lo que había calculado, se trataba de la orilla del río que se encontraba tras el
amplio recodo que se vislumbraba delante de su refugio. Sin embargo aquella
emoción se fue transformando en fría cautela al recordar que todavía se
hallaban en los dominios de los hijos de T´kmal.
Se mordió los labios y parpadeó con ansiedad. El sofoco selvático comenzaba a
formar una película de transpiración en sus sienes y encima de su boca.
—¿Qué
pensáis acerca de ésto? —le preguntó al pensativo nahuac.
El nativo suspiró y perdió la mirada en la distancia, como si
pudiese descifrar lo que ocultaba la floresta. Se giró hacia su compañero y
contestó:
—Mi
instinto me dice que rehuya cualquier lugar habitado. —Hizo una ligera
pausa y tragó saliva—. Pero tal vez los dioses nos muestran la manera de salvarnos, y
sería un necio si no le echara un vistazo a aquel lugar —culminó,
alzándose de hombros.
Taloc se limpió el sudor y afirmó con cabeceo. Después de todo,
las palabras de Hanoc no carecían de lógica.
—Está
bien —convino con determinación—. Vamos a darle
una ojeada a ese condenado sitio. ¡Qué vuestros dioses y los míos nos amparen!
Podía sentir
el fuerte latido en su pecho mientras se ocultaba detrás de un espeso juncal.
Un hondo desasosiego danzaba en la boca de su estómago al contemplar el agujero
negro que señalaba la entrada de la gruta. En su fuero interno sospechaba que
algo pavoroso se ocultaba en aquel sitio. Recordó la plegaria tallada en el
pendiente y sus dedos recorrieron con presteza las runas grabadas en él, anhelando
el poder de aquellas recias palabras. Esto consiguió aliviar el temor que le
paralizaba como una barrera invisible. Aprovechando la suave penumbra del
atardecer, se arrastró entre el limo pestilente en dirección a la ribera. Sus
sentidos captaron retazos de sonidos y olores extraños. Se acercó y trató de
escudriñar entre la maleza. Lo primero que advirtió fueron las piras que se
levantaban en medio de la explanada. Lo segundo que captó fueron las almadías
amontonadas sobre la estrecha playa que ofrecía el río. Un pulso de esperanza
cobró vida en lo más profundo de su ser. Aquellas toscas embarcaciones podrían
convertirse en su boleto de salida.
Sin embargo quedó petrificado al descubrir las amenazante siluetas
que rondaba cerca de allí. Dos de aquellos seres simiescos surgieron de la
espesura, balbuceando en su grosero lenguaje. El iroqués pegó el pecho a tierra
y rogó por pasar desapercibido. Ambas criaturas cruzaron a menos de tres pasos
del lugar que le ocultaba. Hedían a excremento y carne cruda. Taloc encajó la
mandíbula y aguantó el aliento, temeroso de que aquellas abominaciones pudiesen
detectar el rumor de su respiración agitada. Maldijo por lo bajo y elevó la
mirada a la densa penumbra que comenzaba a manchar el firmamento.
Tendría que esperar a que fuese noche cerrada para dejar atrás
aquel traicionero descampado. A lo lejos podía escuchar los gorgoteos de
aquellos seres. Se arrastró con el sigilo de una serpiente y contempló a otro
grupo de bestias arremolinándose cerca de la pira. Algunos portaban rústicas
picas de piedra y hachas de pedernal. Se sorprendió al advertir entre ellos
algunas macanas nahuac. Estremecido, se preguntó si aquellos monstruos no
serían los mismos que les atacaran el día anterior. Una punzada de temor le
revolvió el estómago. Aquello sólo podía significar que habían estado dando
vueltas en círculo alrededor de aquel paraje maldito. Volvió la vista al río y
comprendió que su única esperanza se hallaba en las primitivas balsas que
descansaban en la orilla. De lo contrario vagarían de manera indefinida a
través de aquella tierra hasta que la muerte les encontrara.
Apretó el mango de la segur y sus ojos refulgieron con odio
primigenio. No pensaba dejar sus huesos en aquel lugar de pesadilla. No había
recorrido medio mundo para ser asesinado por una raza primitiva, olvidada por
la evolución. El corazón vikingo latió con fuerza, alejando los jirones de
miedo que le amenazaban. Respiró aquel aire enrarecido por los humores del
pantano y esperó con paciencia la llegada de las tinieblas. Al fondo, el
chillido de los simios despedía el disco solar que ya terminaba de ocultarse
tras el océano de verdor que parecía devorarle en una explosión carmesí.
VII
Si durante el
día la jungla era un lugar plagado de peligros, al caer la penumbra se
convertía en una escalofriante pesadilla. Todo en aquel infierno tórrido y
húmedo parecía conjurarse para enloquecer al mestizo. Las sombras y los sonidos
conformaban un espejismo intimidante que le obligaba a medir cada paso y a
escudriñar con cautela la densa oscuridad que le rodeaba. Y no era para menos,
ya que Taloc sabía que la noche pertenecía a los hijos de T´ kamal y al dios Jaguar. La amenaza de la extinción reptaba
detrás de cada árbol y en los asfixiantes senderos cubiertos por la espesura.
No obstante el norteño prefirió enfrentar aquellas amenazas antes de encarar a
los demonios simiescos que había dejado atrás. Cualquier cosa era mejor que
caer en las garras de aquellas alucinantes criaturas. Ahora comprendía el
espanto que infundían a los desalmados nahuac.
Se recostó sobre un tronco nudoso y le arrebató un poco de aire al
ambiente infecto que le rodeaba. Dio un respingo al sentir el roce de una piel
fría sobre su hombro. Se volvió para descubrir el cuerpo húmedo de una
salamandra desapareciendo entre el follaje putrefacto en que se sumergían sus pies.
De manera inconsciente acarició el pendiente y recorrió las runas con las yemas
de los dedos. Entonces una punzada en la boca del estómago le advirtió que el
peligro se acercaba a pasos agigantados. Se deslizó hasta un florecimiento
rocoso y contempló cómo el fulgor lunar dotaba todo aquello de un aire de
fantasmagórica irrealidad. Sus rasgos se apretaron al percibir los movimientos
que violentaban aquella extraña visión. No tardó en avistar las siluetas
siniestras que perfilaba la breña. Una mano helada le apretó la garganta al
constatar que se trataba de una caterva de aquellas herejías. Turbado,
descubrió que algo, o alguien, se debatía mientras era arrastrado sin
miramientos.
El mestizo ahogó un grito al reconocer la estampa de su compañero.
A pesar del tenue reflejo nocturno vio con claridad las manchas negras que
refulgían sobre su cabeza. Al parecer el nahuac había dado una buena pelea
antes de ser atrapado. Mientras desaparecían por el sendero en dirección a la
caverna, una oscura emoción opacó las esperanzas del norteño. Si no hubiera
sido por su arriesgada exploración, estaría compartiendo la suerte de Hanoc.
Desesperado, comprendió que su destino parecía cada vez más incierto. Miles de
pensamientos chocaban en su cerebro, y ninguno de ellos prometía nada bueno.
Con esfuerzo consiguió aplacar la angustia que le consumía, mientras intentaba llevar
un poco de cordura a su mente congestionada. Después de unos momentos de vacilación,
la frialdad de la herencia nórdica consiguió imponerse sobre los temores
atávicos de la sangre indígena. Además, por alguna razón rememoró el extraño
encuentro con el jaguar días atrás.
Recordó el intenso brillo de aquellos ojos ambarinos y se vio
abrumado por un inexplicable sosiego. Por un instante le pareció que los sentidos
se le agudizaban y el espíritu del bosque se apropiaba de su voluntad. Captaba
la respiración de las aves que descansaban sobre las ramas y el corazón agitado
de los pequeños roedores que se arrastraban con rapidez por el manto de hojas
muertas que tapizaban la selva. No sintió temor ante esta sensación incorpórea
que le invitaba a unirse con el corazón de la jungla. Comprendió entonces que
su parte nativa compartía un vínculo común con aquella grandeza, y se dejó
arrastrar sin resistencia. Aunque no podía verle, sentía la presencia de una
entidad poderosa a su lado. Las palabras de Hanoc cobraron un dramático sentido
en aquel instante. ”Ahora el señor de la jungla os ha otorgado su bendición”
¿Sería posible aquello? pensó
en medio del sopor que le invadía. ¿Sería factible que los dos mundos que se
mezclaban en su sangre le otorgaran la protección de diversas deidades? De
manera involuntaria apretó la piedra que coronaba el pendiente y una chispa de
energía le devolvió al mundo húmedo y oscuro que le envolvía. Todo temor se
había esfumado y ahora comprendía lo que debería hacer. Aquellos orbes, grises
como los mares del norte, refulgieron en medio de un gesto fiero. Taloc aseguró
las armas al cinturón de cuero y se deslizó como un depredador tras las huellas
de los captores de su compañero.
No tardó en dar con la partida de infrahumanos
que arrastraban al nativo. Les siguió con prudencia mientras dejaban atrás la
boca oscura de la caverna y se internaban a través de un sendero que discurría
tras los roquedales manchados de verdín. El medio vikingo evadió el resplandor
palpitante de la hoguera y continuó su camino en dirección al corazón de
aquella tenebrosa jungla. A medida que avanzaba, captaba el sonido de una
cascada cercana. Rugía contra las rocas como un león herido. Al fondo, sus
ojos, acostumbrados a la penumbra reinante, advirtieron un reflejo parpadeante.
Comprendió de inmediato que se trataba de otro acceso a las entrañas de la
tierra. Se estremeció al pensar en la extensión de aquel lugar y en los horrores
que encerraba. Espantó la inquietante reflexión y siguió arrastrándose por el cieno húmedo. De todos modos ya no podría
dar vuelta atrás. Necesitaba a Hanoc para alcanzar las tierras de los nahuac.
De lo contrario estaría irremediablemente perdido en aquel infierno verde.
Contempló a través de una
maraña de helechos cómo aquellos seres simiescos desaparecían en el interior
del estrecho pasaje. Se mordió el labio y fue consciente de que una vez adentro
del subterráneo estaría a merced de esas abominaciones. Sin duda aquella
penumbra infecta había sido su entorno por cientos de años. Sintió una punzada
en el pecho al pensar en ello. Elevó la vista a la luna menguante y repitió una
breve plegaría en lengua nórdica. Su corazón se aceleró al escuchar el rugido
que reverberó a través de la jungla. Un clamor aterrador que consiguió
silenciar cualquier otro sonido. Entonces, sin saber cómo, comprendió que el
dios Jaguar apoyaba aquella desesperada empresa.
Le echó un vistazo el fulgor argento de las
armas y respiró hondo. Aquellas herramientas de muerte serían su único apoyo en
el mundo de pesadilla al que se disponía enfrentar.
Lo primero que le sorprendió fue descubrir
los hachones que ardían cada veinte pasos e iluminaban aquel sinuoso pasaje.
Las filtraciones provenientes de la catarata habían horadado la piedra viva, y
formaban minúsculos riachuelos que discurrían a su antojo a través de los
rústicos escalones que se sumergían en la tierra. Taloc tuvo que medir cada
paso para evitar perder pie en aquel resbaloso entorno. Hedía a tierra húmeda,
musgo y algo más que consiguió inquietarle. Una pestilencia dulzona que le
revolvía las entrañas y que parecía empeorar a medida que sus pasos le
arrastraban hacia el interior. Una ligera corriente soplaba encima de su cabeza,
indicándole que aún se hallaba cerca de la superficie. Quedó sin aliento al
captar un agudo lamento que se multiplicaba en las paredes y parecía surgir de
todos lados al mismo tiempo. Pero aquello no se comparaba con la inquietante
sensación que le abrumaba a medida que continuaba avanzando. Imaginaba que algo
reptaba a través de su piel y drenaba sus fuerzas con garras invisibles.
El descenso se detuvo de manera
brusca tras cruzar un asfixiante recodo. Respiró el aire viciado y contempló
las dos galerías que se abrían ante sus ojos. Se limpió el sudor que le perlaba
la frente y trató de discernir cual de aquellos senderos debería tomar. Presa
de la incertidumbre, examinó con detenimiento las proximidades y descubrió unas
cuentas de lapislázuli cerca del túnel que enfilaba hacia la izquierda. Recordó
que Hanoc portaba un collar de aquel material y un esbozo de sonrisa se dibujó
en su rostro. Después de todo parecía que las deidades seguían de su lado. Aquellas
sospechas se confirmaron al hallar más piedrecillas a medida que se internaba
por el pasaje. Imaginó que los captores del nahuac le habían arrebatado el
collarín por un motivo que desconocía. Apartó estos pensamientos al captar el
rumor que reverberaba en las paredes. Con el corazón apretado, comprendió que
aquel extraño sonido no era más que la grotesca lengua con la cual se
comunicaban aquellas bestias. Se trataba de un gorgojeo seco que le ponía la
carne de gallina. Estaba seguro que una garganta humana no sería capaz de
modular tal obscenidad. Apretó el pendiente, buscando un ancla a la cual
aferrarse en medio de la locura que amenazaba con arrebatarle la lucidez. La
idea de retroceder le cruzó por la mente en más de una ocasión, pero comprendió
que esto no haría más que aumentar la agonía que le embargaba. Si los dioses
habían decidido que muriera en aquella condenada jungla, prefería hacerlo en
sus propios términos, aferrando el acero y eliminando al mayor número de
enemigos que pudiese. El recuerdo del sacerdote asesinado en las marismas alimentó
su decisión. No terminaría perseguido a través de la espesura como una bestia
salvaje. Encajó la mandíbula y se obligó a apretar el paso.
Aquel abrupto pasaje le
arrastró a un entorno siniestro que nunca hubiese imaginado. A medida que progresaba,
el aire adquirió un tinte sulfuroso que le revolvió las entrañas. No tardó en
descubrir el fulgor infernal de la lava que rugía bajo sus pies. Un rumor
amenazante que cobraba vigor en los boquetes que iban apareciendo de cuando en
cuando.
Impresionado ante aquel dantesco
espectáculo, contempló por unos instantes el caos primordial que sucedía varios
codos más abajo. Aquellas piedras al rojo vivo despertaron los temores
primigenios que anidaban en su interior. Se limpió el sudor que le escocia los
ojos y retrocedió con cautela para continuar su camino.
Se encontraba en una plataforma
natural que se erguía al menos quince codos por encima de la corriente de
magma, cuando sus sentidos advirtieron las sombras difusas que avanzaban en
dirección contraria. Horrorizado, comprendió que no tenía oportunidad de
retroceder sin ser visto. El resplandor de las teas delineaba ya aquellos
cuerpos encorvados de cabeza pequeña y miembros nudosos. Maldijo por lo bajo y
esgrimió los aceros, dispuesto a vender cara la existencia. Sin embargo el afán
de supervivencia le impulsó a echarle otra ojeada al lugar en que se hallaba.
Entonces sus ojos se clavaron en la estrecha saliente que se insinuaba a menos
de cinco pasos de allí. Sin pensarlo siquiera, se deslizó como un lince hasta
alcanzar la protección natural que le ofrecía la fortuna. Al fondo, se
escuchaba el rumor apagado de los pasos que se acercaban. Observó el río de
fuego que ardía enfurecido bajo sus pies y suspiró. No le quedaba más opción
que colgarse de la piedra tibia para no ser descubierto. Titubeó por unos
latidos, pero el gorjeo de aquellas criaturas fue suficiente para hacerle
actuar.
Mientras los pasos se alejaban
hacia el exterior sintió el hálito volcánico envolviendo sus miembros
inferiores en un doloroso abrazo. Estremecido, imaginó el espantoso final que
le esperaría si sus dedos perdiesen el agarre. Aquello consiguió darle un nuevo
aire que le ayudó a ascender la plataforma. Fuera de peligro, dedicó unos
momentos a recuperar el resuello de su cuerpo tembloroso. Volvió la vista hacia
el oscuro pasillo que le esperaba y se irguió con esfuerzo, dispuesto a
continuar.
Después de un buen trecho,
comenzó a notar señales que le anunciaban que se encontraba en el corazón de la
gruta. El aire caliente se vio reemplazado por una curiosa frescura que le confirmó
la presencia de un torrente subterráneo. Sus sospechas se comprobaron al doblar
un recodo y toparse con el final del pasadizo. Se detuvo para examinar el
bosque de estalagmitas que se abría ante sus ojos. Inmensas agujas de piedra
que surgían de las entrañas de la tierra y formaban un sendero de colores de
caprichosas formas. Maravillado, Taloc olvidó el horror que le corroía las
entrañas mientras disfrutaba de aquella singular exhibición. Sin embargo
aquello duró poco. La escalofriante realidad le golpeó con fuerza al captar el
hedor de la muerte flotando en el ambiente. Aquel pintoresco lugar adquirió
entonces un tinte siniestro que le erizó los vellos de la nuca.
Agazapado en medio de aquella
penumbra iridiscente, trató de imaginar lo que haría a continuación. El miedo
luchaba por tomar el control de sus emociones, pero el espíritu guerrero que
moraba en su corazón le ofrecía fiera resistencia. Apretó los dientes y agitó
la cabeza con vigor. No pensaba acobardarse después de haber llegado tan lejos.
Molesto consigo mismo, intentó vislumbrar lo que hubiera hecho su progenitor en
semejante situación. Sus ojos resplandecieron al comprender que jamás hubiera
dado un paso atrás, no cuando la vida de un compañero se hallaba en serio
peligro. Aquello sería un lastre demasiado pesado que nunca podría olvidar. El
mestizo suspiró y decidió continuar sin importar las consecuencias.
Se adentro en la extensa galería, guiado por
los tenues destellos de las rocas que le rodeaban. Sus pies no tardaron en
hundirse en un cieno gélido y nauseabundo que le revolvió el estómago. Sus ojos
se abrieron como platos al notar que restos humanos flotaban en medio de aquella
inmundicia. Aquí y allá destacaban costillares a medio podrir y varios cráneos
destrozados le rozaban las pantorrillas. Un escalofrió le recorrió la piel como
un latigazo. Sin duda la guarida de Hel en el inframundo no sería muy diferente
de aquel terrible lugar.
Continuó a través de la
podredumbre que amenazaba con engullirle, tratando de evitar las cuencas vacías
de aquellas escalofriantes osamentas. No tardó mucho en comprender que aquel
marjal era un inmenso cementerio. Agobiado por aquel manto de corrupción se
desvió hacia el roquedal más cercano, en un intento angustiante por abandonar
el lugar.
Permaneció largo rato tendido
sobre la roca húmeda. Su corazón latía desbocado y el hedor de la muerte y la
putrefacción se le pegaba como una segunda piel. Al captar las piedras
brillantes que pendían de la roca viva, le pareció que el techo de la caverna
cobraba vida en medio de un sinfín de destellos esmeraldinos. Al menos aquella
reflexión alejó de su mente el horrendo espectáculo que acababa de presenciar.
Entonces se irguió de golpe al
advertir el espantoso lamento que reverberó como un tambor en el centro de su
cerebro. Sus ojos escudriñaron la penumbra mientras aferraba con vigor el mango
marfileño de la faca. El clamor se esfumó y se vio sumido en un desasosegante
silencio. En ese instante advirtió la bruma lechosa que emergía del marjal como
dedos fantasmagóricos. Estremecido, se arrastró fuera de alcance y descubrió el
brillo amarillento que palpitaba en el estrecho pasaje que tenía por delante.
Contempló de nuevo la inquietante niebla y decidió que cualquier cosa era mejor
que verse envuelto por aquella mortaja blanquecina que reptaba como una bestia
hambrienta hacia sus pies.
Después de un corto trecho
descubrió que el túnel conducía a una explanada delineada por grandes piras. El
medio vikingo se acercó con prudencia y estudió los alrededores. Lo primero que
le llamó la atención fueron los nichos horadados en la roca. Extrañas
construcciones que le recordaron un hormiguero o un panal.
Quedó mudo al constatar que los
seres simiescos salían y entraban a través de aquellas hendiduras. Consternado,
comprendió que había localizado la morada de aquellas bestias.
Un pánico primigenio le invadió
al entender que se hallaba completamente solo en aquel lugar de pesadilla. Se
pasó la lengua por los labios y frunció el ceño, arrancando valor de sus
entrañas. Había llegado el momento de actuar. El nahuac se hallaba en alguna
parte y estaba dispuesto a encontrarlo. Ya no podía dar vuelta atrás, no
estando tan cerca.
Sus dedos se aferraron a la
roca con fuerza. Diez codos más abajo se apreciaba el resplandor de la hoguera
que guardaba el acceso al campamento. Tres criaturas prestaban guardia mientras
devoraban un trozo de carne y discutían en su espantosa lengua. Desde arriba, el
norteño advertía los visos plateados que las flamas arrancaban del espeso pelambre
que les cubría la espalda. Elevó la vista y se sorprendió al no ver la bóveda
de aquella inmensa galería.
Al cabo, el mestizo, bañado en
sudor, comenzó a avanzar. Apoyó el pie en el reborde y por poco pierde el
agarre al desmoronarse la piedra bajo su peso. Las yemas sangraron al hundirlas
con desesperación sobre la pared húmeda, pero consiguió mantener la
verticalidad mientras se apoyaba en otro saliente. Ahora su mayor preocupación
radicaba en el trozo que acababa de estrellarse contre el firme, a pocos pasos
de la pira. Uno de los salvajes levantó la vista y sus orbes amarillentos
refulgieron con intensidad.
Impotente, Taloc se apretó
contra el muro lo más que pudo. Azuzado por los gruñidos de sus acompañantes, la
criatura perdió interés después de unos instantes. Esbozó un gesto inhumano y
retornó al abrigo del fuego.
El osado incursor esperó un
buen rato. Sólo entonces decidió moverse de nuevo y buscar la manera de
descender hasta la explanada.
No tardó mucho en hallar una
superficie accidentada que le ayudó a descolgarse. Se deslizó como una
serpiente, buscando la protección de las sombras hasta que se halló a menos de
treinta pasos del cinturón de hogueras que rodeaban el vivaque. Un hedor a
sangre, vísceras y otras porquerías indescifrables le invadió las fosas
nasales. A lo lejos escuchaba el rumor de un regato y los chillidos
infrahumanos de aquellos seres. En medio de aquella penumbra, detectó un clamor
de profundo sufrimiento que parecía surgir de una galería cercana. Comprendió
entonces que sus compañeros no estaban lejos de allí. Este pensamiento alejó
toda la vacilación. Animado, echó un vistazo en derredor antes de fundirse con
las tinieblas que se insinuaban más allá de las piras.
Con los ojos acostumbrados a la
oscuridad reinante, distinguió la abertura que se destacaba en el extremo del
campamento. También captó la presencia de un centinela armado con una pica con
punta de pedernal. Aquel sujeto portaba un peto de algodón que había
pertenecido a uno de los nahuac abatido en la emboscada.
Taloc calculó los movimientos
del salvaje al estudiar con detenimiento la manera de caer sobre él. Descubrió
el lecho del riachuelo que surgía de las tinieblas y recorría el campamento de
un lado a otro, formando una media luna.
No era mucho, pero serviría para ganar unos latidos valiosos que podrían
significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Quedó sorprendido al sumergirse
en aquellas oscuras y gélidas aguas. Hundido hasta el pecho, agradeció la
caricia de la corriente mientras arrastraba la pestilencia que había manchado
su cuerpo en aquel marjal putrefacto. Además, el líquido había conseguido
vitalizar sus ateridos músculos con un torrente de adrenalina que le agudizó los
sentidos. Taloc sonrió con fiereza e imaginó que había sido tocado por los
dioses. Consiguió librar la distancia que le separaba de la galería y se
deslizó por la ribera pedregosa, aferrando la faca y el hacha con manos húmedas
y temblorosas.
El ser dio un respingo al
captar el movimiento del mestizo con el rabillo del ojo. Pero antes de que
pudiese reaccionar el metal se sumergió en su cabeza en medio de un espantoso
crujido. La criatura se revolvió como un pez fuera del agua mientras la vida le
abandonaba en medio de un charco oscuro. El guerrero recorrió con la vista
aquel paraje, temeroso de que alguien hubiese escuchado la breve refriega. Sin
embargo el único sonido que pudo captar fue el rumor del riachuelo golpeando
contra las rocas. Arrastró el cuerpo hasta la ribera y lo cubrió detrás de un
florecimiento rocoso. Se limpió la sangre y la masa encefálica que le manchaban
el rostro y centró la atención en la tenebrosa galería que se abría ante sus
ojos. Acarició la piedra amarilla del amuleto y sus dedos recorrieron los
grabados del metal. Algo en su interior le sugería que un horror incomprensible
moraba tras aquel pasaje. A pesar de todo decidió continuar.
Momentos más tarde la tensión
le hizo estremecer al advertir el hedor a matadero que invadía el túnel. Quedó
paralizado al descubrir la fuente de aquella espantosa podredumbre.
Allí, a menos de diez pasos,
pendían de lianas atadas a la pared los cuerpos despellejados de lo que alguna
vez fueron seres humanos. Se mecían de un lado a otro como marionetas
terroríficas, con aquellos rostros pelados esbozando una mueca escalofriante
que le cortó la respiración. La carne ensangrentada había sido cubierta con
alguna especie de líquido amarillento, que los dotaba de una apariencia húmeda
que consiguió revolverle las entrañas.
En su periplo por aquellas
tierras crueles y salvajes, no había visto nunca un horror similar. La piel de estos
miserables había sido metódicamente extirpada y en su lugar tan sólo quedaba un
amasijo de músculos y tendones enrojecidos. El sabor de la bilis le invadió la
garganta y apenas pudo contener las arcadas que le atacaban sin misericordia.
En ese preciso instante, un
lamento desgarrador retumbó a través de la galería y le recordó la precariedad
de su situación. Ahora comprendía lo que le esperaba si llegaba a ser atrapado.
Sin embargo aquella terrible realidad sirvió para avivar la ira feral que
bullía como un volcán en el fondo de sus entrañas. Una emoción aún más brutal
que los demonios que moraban en aquella caverna maldita. Un instinto asesino le
llenó los pulmones e insufló su corazón con una oscura energía que opacó toda
vacilación. Contempló los cuerpos mutilados que colgaban a su alrededor y
comprendió que la sangre de las bestias correría a raudales aquella noche.
Siguiendo el sonido de los gritos alcanzó un apretado recodo y se detuvo
al percatarse del fulgor que reflejaba la pared rocosa. Se movió con la
agilidad de una pantera y contempló a los miserables que colgaban boca abajo.
Estremecido, descubrió que vertían su sangre sobre unos recipientes de barro en
forma de entes monstruosos. Pero palideció aún más al ver las tiras de piel
ensangrentada que yacían amontonadas a pocos pasos de allí, como si se tratara de la muda de una gigantesca
serpiente.
Caminó con sigilo y advirtió con espanto que uno de aquellos
miserables aún respiraba. Bajo el manto sangriento que les cubría, unos ojos
vidriosos le miraban en una súplica silenciosa. El mestizo interpretó de
inmediato el anhelo de aquel pobre diablo y le pareció ver un gesto de alivio
mientras le hundía la daga en la garganta.
Su cuerpo tembló al oír otra vez el lamento que le había
arrastrado hasta aquel lugar. Aferró el cuchillo con vigor y liberó la tira del
hacha antes de proseguir.
No tuvo que avanzar demasiado para percatarse de lo que ocurría.
Se hallaba en la embocadura de una oquedad iluminada por una pira nauseabunda
que llenaba el aire de un humo espeso y oscuro. Con ojos enrojecidos y bañado
en sudor, se filtró en el interior y buscó un rincón apartado del resplandor de
la lumbre. Un clamor angustioso reverberó en las paredes e hizo eco en su
pecho. Entonces descubrió al desdichado que colgaba boca abajo de la pared,
completamente desnudo. La sangre le bañaba el pecho y la carne enrojecida de
sus piernas desolladas refulgía bajo el brillo de las flamas. Dos criaturas le
rodeaban y una tercera permanecía acuclillada, retirando la piel del pecho con
una hoja de afilado sílex. Las demás repetían la acción, arrancando tiras de
los muslos con macabra lentitud.
Estremecido, Taloc notó que había algo diferente acerca de
aquellas criaturas. Eran menos fornidas que los seres que ya conocía, y el
pelaje que les cubría era menos concentrado y oscuro. Atónito, advirtió los
apéndices que se insinuaban en sus pechos. Aquellas abominaciones eran las
hembras de aquel pueblo de pesadilla. Se preguntó cómo los dioses permitían la
existencia de tales blasfemias sobre la tierra.
Se disponía a poner fin al tormento de aquel infeliz, cuando el
palpitar de la hoguera develó unos rasgos que le eran familiares. Aún en medio
de la agonía, reconoció las duras líneas del rostro de Chankal, ahora
convertidas en un amasijo de horror sangriento.
¡Qué manera de castigar tenían los dioses! ¡Qué espantosa forma de
saldar cuentas con los mortales!
Taloc recordó a los caídos en la emboscada y a todos los que aquel
sujeto había enviado a la muerte. Una sonrisa inhumana trazó sus rasgos
sudorosos. Chankal profirió otro alarido y el medio vikingo percibió como aquel
escalofriante lamento perdía vigor al alejarse por un pasaje contiguo.
VIII
El murmullo
parecía surgir del oscuro pozo que se hallaba varios codos más abajo. El
mestizo no se había movido ni un paso y ya comenzaba a sentir la presión en las
rodillas. Sospechaba que los prisioneros se encontraban cerca de allí, la
presencia de los guardias se lo confirmaba. Siguió con la mirada al sujeto que
caminaba con lentitud de un lado para otro, para luego volcar su atención en la segunda criatura que permanecía
recostada en la pared contraria. De algún lugar se filtraba una ligera corriente
que arrastraba el hedor a muerte que le envolvía como una mortaja.
Respiró el aire enrarecido y comprendió que su paciencia estaba
siendo recompensada. El individuo que se hallaba reclinado sobre la roca
desapareció por una abertura y Taloc aprovechó para moverse. El filo diamantino
del hacha cobró vida bajo el palpitar ansioso de las antorchas, y el centinela
apenas tuvo tiempo de volverse para enfrentar la muerte que se le echaba
encima. La segur segó los dedos que intentaron oponerse a su trayectoria antes
de hincarse con fuerza en el parietal izquierdo. La criatura emitió un gemido
agudo mientras la faca del verdugo se sumergía en su pecho, obsequiándole una
muerte rápida que no merecía.
Los ojos enfebrecidos del norteño se posaron entonces en el lugar
por el cual había desaparecido el centinela restante. Extrajo los aceros con un
sonido húmedo y arrojó el cuerpo al foso. El eco de decenas de voces
desesperadas llenó sus oídos al escuchar el golpe del cadáver contra el firme.
Aquello le confirmó la existencia de los cautivos. Sin embargo aún no había
llegado el momento de liberarlos, debía deshacerse de la segunda criatura y
encontrar la forma de salir de aquel horroroso laberinto.
Se desentendió del clamor de los confinados y enfiló hacia la
estrecha abertura en la piedra viva. En ese momento el ser simiesco apareció
frente a él, atraído por el bullicio de los prisioneros. Sus pupilas
amarillentas destilaban odio, rabia y temor al descubrir al sujeto nervudo con
ojos de hielo que se le arrojaba encima. Blandió un hacha de piedra y el
desconcierto asomó en aquellos rasgos primitivos cuando la hoja de acero
nórdico deshizo sin problema el tosco pedernal. Un sonido gutural emanó de su
garganta el sentir aquel filo astillándole una rodilla. Se derrumbó mientras el
cuchillo se deslizaba a través de la órbita derecha acabando con su sombría
existencia.
A continuación Taloc arrojó un hachón a aquella fosa de oscuridad
y estudió los rostros macilentos y las miradas aterrorizadas que le observaban
desde el fondo. Hombres, mujeres y niños que esperaban una muerte atroz y
salvaje a manos de los hijos de T´kmal.
Entre ellos reconoció a algunos de los soldados de Chankal y a los cochitekas
que habían sido sus prisioneros.
Respiró hondo y comprendió
que no podría abandonarlos a su suerte. Echó una ojeada al lugar y reparó en
las gruesas tiras de cáñamo que pendían en un rincón de la pared. Aliviado,
aferró las lianas y las deslizó hasta el fondo del foso. Las cuerdas estaban
aseguradas al muro por medio de una anilla tallada en la piedra. Sin duda
aquella era la única manera de abandonar esta trampa mortal. Los murmullos se
convirtieron en un clamor desesperado mientras los cautivos luchaban entre
ellos por salir de allí.
El guerrero se alejó de aquellos desdichados y se coló por la
abertura en la pared, consciente de que el ajetreo de los prisioneros no
tardaría en llamar la atención de las demás criaturas.
Avanzó por un pasaje iluminado por teas embreadas y se detuvo al
advertir el eco de las voces que parecían surgir de la siguiente galería. Se
limpió el sudor que le perlaba la frente y el pecho y examinó las proximidades
con recelo. El corazón batía sin misericordia en sus sienes, anunciándole que
se hallaba en el centro de aquella malignidad primigenia. Por unos instantes
creyó ver un destello en la gema que coronaba el amuleto de su progenitor. El espíritu
supersticioso que corría por sus venas interpretó todo aquello como un guiño de
los dioses. Frunció el ceño y agitó la cabeza antes de proseguir con la cautela
de una pantera.
Desde un rincón oscuro descubrió que aquella algarabía procedía de
un salón circular iluminado por tres grandes piras. En el centro se hallaban al
menos dos docenas de aquellos entes. Gesticulaban y realizaban grotescos movimientos
alrededor del fuego. Los rasgos simiescos y las extremidades nudosas le daban
un aspecto aterrador a aquella danza primitiva.
Taloc se acercó en silencio, ocultando las armas para no ser
traicionado por algún reflejo furtivo. Sus ojos analizaron con detenimiento
aquella escena y así pudo comprobar que la mayoría de ellos se encontraban
desnudos. Tan sólo un puñado de criaturas portaba macanas de piedra y dagas de
sílex.
En el sujeto que yacía sobre un trono de huesos humanos reconoció
el tocado de plumas de quetzal y las cuentas de jade que habían pertenecido a
Chankal. El mestizo sintió una punzada de horror al contemplar las calaveras
que coronaban aquel espeluznante solio. Algunas conservaban aún sus largas
cabelleras.
Sin embargo aquello palideció al advertir al ser enjuto y sombrío
que descansaba a los pies del caudillo como un perro faldero. Taloc captó el
fulgor malévolo de aquellas cuencas hundidas y se estremeció. Sin duda se
trataba de un poderoso hechicero.
Al cabo la danza cobró fuerza y los medio humanos se vieron
invadidos por un demencial frenesí. Se revolvían y saltaban en medio de
espantosos gruñidos que llenaban de ansiedad el corazón del guerrero que les
observaba en silencio En ese momento la criatura demacrada se irguió y develó la
espeluznante prenda que le cubría. Una tosca túnica zurcida con tiras de piel
humana.
Taloc ahogó un grito de asombro y recordó al pobre diablo que
había bendecido con la muerte. La imagen de aquellos rasgos mutilados le
acompañaría para siempre.
El aullido bestial del sacerdote le devolvió a la espantosa
realidad que le abrumaba. Siguió con horror aquella macabra ceremonia e imaginó
que se hallaba en el mismo infierno. Nunca antes había atestiguado algo tan
aterrador.
Un rumor a sus espaldas avivó el espanto que le embargaba. Reculó
hacia las sombras aferrando las hojas con vigor. Aguantó el aliento y por
momentos creyó que los latidos en su pecho delatarían su presencia en aquel
lugar. Desvió la atención hacia las criaturas que irrumpían en la caverna
portando consigo unos recipientes de barro. Un dedo helado le recorrió la
columna al notar que un brazo ensangrentado asomaba por encima de uno de los receptáculos.
Los extenuados danzantes se dejaron caer sobre el firme mientras
los recién llegados repartían aquel espantoso festín. Cayeron sobre la carne
cruda como hienas hambrientas. Al mismo tiempo que aquello ocurría, la
abominación ataviada con la túnica de piel lanzaba un graznido que retumbó en
las paredes como una maldición.
Dos entes hicieron su entrada a través de un pasaje que el mestizo
no había reparado antes. Estupefacto ante los horrores que desfilaban frente a
él, Taloc quedó mudo al descubrir el trofeo que arrastraban aquellos demonios. Aún
golpeada y sangrante, la orgullosa estampa de Hanoc se alzaba por encima de las
criaturas encorvadas y malignas que le rodeaban. Se trataba del encuentro de
mundos opuestos, dos razas que nunca estuvieron destinadas a coexistir. Los
gruñidos y las gesticulaciones de las bestias parecían confirmar aquella
realidad. En sus gestos brutales y mezquinos pretendían socavar la existencia
de la raza destinada a borrarlos de la superficie de la tierra. En comparación
con Hanoc, no eran más que un patético remedo de hombre. Su tiempo había pasado
hacia milenios y tan sólo un poder más allá de toda comprensión les había
permitido medrar en aquella tierra misteriosa.
Estas reflexiones se esfumaron de la mente del guerrero al intuir el
motivo de aquel encuentro. Tres criaturas armadas hasta los dientes emergieron de
la multitud. Por su aspecto y tamaño, Taloc dedujo que se trataba de los campeones
de aquella hueste degenerada.
Armados con picas de pedernal y cuchillos de obsidiana que
refulgían como fuego negro bajo el calor de las piras, se acercaron al cautivo.
Se abrió un círculo alrededor del solio del caudillo, con Hanoc como
protagonista. El nahuac se encontraba desarmado, pero al comprender lo que
acontecía las comisuras de sus labios formaron un gesto desafiante.
Flexionó las piernas y su cuello crujió al asumir la posición de
combate con los brazos abiertos. El alboroto cesó y un pesado silencio se
apoderó de la estancia. Hanoc elevó una plegaría a Quetzkol, el dios de la guerra, y las criaturas se removieron con
inquietud. Al parecer esperaban ver un hombre aterrorizado y vencido, y en su lugar se toparon con un
verdadero titán.
Vacilantes, los entes rodearon al nahuac con picas enhiestas. Al
parecer compartían la inquietud de sus compañeros ante la actitud del
prisionero. Intercambiaron miradas recelosas mientras Hanoc permanecía
impertérrito, fulminándoles con ojos asesinos. Los dientes del nativo resplandecieron
con descaro bajo sus rasgos aguileños.
El sujeto enjuto rompió el silencio al aullar con furia y señalar
al hombre que aguardaba en el centro del círculo.
Sin duda el temor que sentían hacía aquel individuo era mayor que
el que les inspiraba el inmenso nahuac, puesto que de inmediato se arrojaron
sobre su presa en medio de un sonoro rugido.
Hanoc evadió la punta de pedernal que buscaba su garganta y fintó
hacia la diestra. El segundo atacante vaciló y el filo de piedra apenas rozó la
cabeza del nahuac. Pero a pesar de su destreza, el guerrero no pudo evitar que
la tercera pica le rasgara el omoplato, levantando una nube carmesí.
El olor de la sangre fresca despertó las ansías de las criaturas.
Rompieron el estupor que les embargaba y comenzaron a gritar y a gesticular en
aquella horrorosa jerga, animando a sus congéneres.
Presa de la angustia, Taloc contemplaba todo aquello con
impotencia. Comprendía que intervenir sería un suicidio. Apretó el mango del
hacha hasta que sus dedos se tornaron en blancuzcas piedrecillas. Lo único que
le quedaba por hacer era esperar un milagro.
En ese instante su corazón
dio un vuelco al ver cómo Hanoc barría las piernas de uno de los contrincantes
y se arrojaba sobre él. El ser simiesco intentó liberarse para utilizar la hoja
que pendía del cinto, pero su rival se le adelantó. Antes de que la obsidiana
se sumergiera hasta la empuñadura en sus entrañas, la sorpresa y el horror le
dieron un aspecto humano a aquel rostro bestial.
Hanoc rugió y su grito victorioso se elevó por encima del clamor
de los hijos de T´kamal. Pero aquello duró poco, pues un nuevo bramido
surgió del fondo de su pecho cuando la punta de pedernal le atravesó el hombro
izquierdo de lado a lado. Se revolvió como un jaguar y experimentó una agonía
colosal cuando el arma abandonó su cuerpo en medio de un crujido húmedo que
desgarró nervio y músculo.
Un dolor agobiante laceró su cerebro y amenazó con hacerle perder
la consciencia. Sin embargo la ira guerrera que dominaba su voluntad le obligó
a desviarse hacia el lado contrario para evitar el golpe destinado a terminar
con su existencia. Al escuchar una cacofonía de gritos y lamentos que parecían
provenir de todos lados al mismo tiempo, imaginó que todo había acabado. Se
trataba de un ruido espantoso que le penetraba la cabeza como agujas de sílex.
Entonces sus ojos creyeron ver una figura que se abría paso entre
aquella aterrada multitud, blandiendo dos hojas que refulgían como plata
encendida dejando un rastro de muerte por doquier.
En el preciso
instante en que el nahuac era alcanzado por la lanza, los primeros cautivos
irrumpieron en la galería. Aullaban enloquecidos señalando a los responsables
de sus desgracias. El medio vikingo dio un respingo al advertir aquel caos y la
confusión que comenzaba a medrar entre los infrahumanos.
Volvió la vista hacia el trono de huesos y comprendió que tenía
una oportunidad de darle una mano al valeroso Hanoc. Esbozó un gesto decidido y
se arrojó sobre la masa de cuerpos encorvados que comenzaban a encarar a la
turba demencial que invadía la estancia.
El hacha nórdica se elevó y en su recorrido destrozó una
mandíbula, levantando una lluvia de sangre y dientes. La criatura gimió, pero
antes de tocar el suelo el cuchillo le había sajado las entrañas. Se desparramó
sobre la hoguera en medio de un charco de vísceras sanguinolentas.
El norteño continuó avanzando con decisión, abriéndose paso entre
la barrera de carne que le bloqueaba el paso. Dos seres simiescos cayeron
abatidos antes de que saltara en medio del círculo en el cual se hallaba su
compañero.
Los hijos de la bruma retrocedieron espantados al verle llegar.
Sin duda aquel hombre de piel cobriza y ojos de hielo se les asemejaba más a un
demonio que a otra cosa. No obstante fueron las hojas enrojecidas y su letal
resplandor lo que en verdad avivó el
temor de aquellas bestias cavernarias.
Taloc aprovechó la indecisión de sus rivales para lanzarse contra
el sujeto nervudo que yacía en el solio. Sabía que la muerte del caudillo multiplicaría
el desconcierto y aumentaría las posibilidades de escapar de aquel abismo de
maldad.
Una de las bestias que se batía contra Hanoc le cerró el paso,
blandiendo la pica con decisión. El medio vikingo evadió la acometida con
soltura y lanzó un tajo que le obligó a retroceder. Al mismo tiempo que aquello
ocurría, el sacerdote enjuto aullaba órdenes mientras el líder desaparecía a
través de un pasillo diagonal, seguido de su escolta. Alrededor, los
prisioneros se cebaban con los miserables que no pudieron escapar. Se abalanzaban
sobre ellos, blandiendo palos y piedras y en algunos casos desgarraban sus
gargantas con los dientes. La visión de los recipientes repletos de miembros
humanos aumentó la locura de aquellos desesperados.
Al ver lo que les esperaba, el sacerdote gruñó y retrocedió hacia
la embocadura de la galería cubierto por tres guerreros. El temor infectaba
aquellos rasgos bestiales.
—¡Acabad
con ellos, hijo del jaguar! —aulló Hanoc arrastrándose a sus pies. Taloc
le miró y se estremeció al advertir la insensatez que refulgía en aquel rostro
ceniciento.
Se volvió hacia los infrahumanos animado por una fuerza vesánica.
Los gritos de los moribundos y el hedor de la sangre consiguieron disparar la
adrenalina en sus venas.
Arremetió con el vigor de un león y barrió al primer contrincante
que apenas pudo reaccionar. El hacha se hincó en un brazo peludo. Su rival
soltó un gruñido y el líquido tibio le bañó el rostro. Por primera vez fue
consciente de la pestilencia que exudaban aquellas criaturas, una podredumbre ácida
que le revolvió las tripas. Se volvió con rapidez y un segundo golpe acabó con
aquella abominación.
Los dos restantes, atónitos ante la facilidad con la cual había despachado
al lancero, recularon azuzándole con las picas de pedernal y mostrando sus
dientes afilados. El olor acre del miedo llenó los pulmones del guerrero.
Esbozó un gesto desafiante y arrojó la segur al que cubría la diestra. El arma
refulgió como un haz de plata antes de sumergirse en el rostro simiesco en
medio de un espantoso crujido.
—¡Taloc! —clamó
el nahuac a sus espaldas. En su voz se adivinaba el dolor que le aquejaba.
El medio vikingo recuperó el acero. El cuerpo aún se removía en un
estertor postrero. Como era de esperarse, no había ni rastro del rival
restante. Sin duda los cautivos ávidos de sangre que se filtraban como una
marea a través del estrecho pasillo no tardarían en dar con su rastro. Cuando
ese terrible momento llegara, envidiaría la muerte limpia de sus camaradas.
Postrado a un lado del nahuac comprendió la gravedad de las
heridas que le atormentaban. La lesión del hombro manaba sangre como un río
desbordado y tenía otro corte en la cara interior del muslo con un aspecto aún
peor.
Hanoc forzó una sonrisa al captar la preocupación del mestizo.
Frunció los labios al experimentar un latigazo de agonía en todo el cuerpo.
—No
sintáis pena por mí, Taloc —murmuró con un hilo de voz—. He
enfrentado a mis enemigos con valentía y obtendré el favor de los dioses.
El aludido respiró el aire cargado de muerte y por primera vez fue
consciente del macabro espectáculo que le rodeaba. Aquí y allá se revolvían los
moribundos, hombres y bestias por igual. Algunos cuerpos yacían sobre las piras
e infectaban la galería con el hedor de la carne quemada. A pocos pasos de allí, el rostro sin vida de
una mujer le dedicaba una mueca burlona. Se encontraba sobre el cadáver de la
criatura que le había arrebatado la existencia en un abrazo póstumo.
—No
os abandonaré en este infierno —replicó el norteño con amargura. Después del
combate empezaba a sentir la agonía en cada uno de sus músculos—.
Saldremos de aquí, os lo puedo asegurar.
El nahuac frunció el ceño y apretó la mano del iroqués. El fulgor
febril de sus ojos se clavó con firmeza
en el semblante de su compañero.
—Ni
los dioses de vuestro padre podrán salvarme, extranjero —aseguró
con fatídica franqueza. En aquel tono se percibía una impotente resignación—. No
puedo sentir las piernas y el frío me envuelve con su mortaja gélida. La muerte
me reclama.
Taloc le sostuvo la mirada y suspiró. Aunque que se negaba a
aceptarlo, entendía que su amigo agonizaba.
El nahuac jadeó y su pecho se estremeció. Entonces arrancó la
pulsera de jade que portaba en la diestra y la dejó en manos de su compañero.
El medio vikingo le contempló con aire sombrío.
—Si
los dioses deciden salvar vuestra vida —musitó con
esfuerzo—, esta pulsera os servirá de salvoconducto en las tierras de los
nahuac. —Mientras decía aquello el sudor le perlaba la frente y dolor le
atormentaba con saña—. Decidles que Hanoc, el de las anchas espaldas y servidor de Quetzkol, luchó con bravura en contra de
los hijos de T´kamal, el pueblo de la
bruma.
—Lo
haré Hanoc, lo haré aunque sea lo último que haga —respondió su
interlocutor con voz quebrada. Apretó los ojos para ocultar las lágrimas de
impotencia que le nublaban la vista.
El nahuac le ofreció un gesto de agradecimiento que consiguió
estremecer al guerrero. La palidez de la muerte cobraba cada vez más fuerza en
aquellos rasgos aguileños.
—Entregadle
esta pulsera a un sacerdote del señor de la guerra— balbuceó—,
contadle mi historia y él sabrá qué hacer para abrir las puertas del otro
mundo. —Apretó con vigor el antebrazo de Taloc y se sacudió en un estertor
agónico.
El medio vikingo aguantó el aliento y envidió el valor del nativo.
Esperaba enfrentar la muerte con la misma dignidad llegado el momento.
Entonces limpió la hoja de la faca en la ceniza de la hoguera y
cerró los dedos de Hanoc en tornó a la empuñadura.
La mirada febril le contempló con vehemencia, el brillo de la vida
se esfumaba con rapidez detrás de aquellos orbes de ónice.
—Mi
padre me enseñó que un verdadero guerrero debe morir con un buen acero entre
sus dedos. —Una sonrisa fiera se dibujó en el semblante del nahuac al
escucharle—. Sólo así será digno de compartir con los dioses.
El bravo nativo se extinguió con placidez, abrazó la extinción sin
soltar el cuchillo nórdico de su compañero. Al fondo se podía escuchar el eco
de los gritos y el retumbar de pasos.
Taloc acarició el pendiente y recitó una oración en nombre del
nahuac. La pieza de ámbar resplandecía como un pequeño sol bajo el reflejo de
la lumbre.
Se irguió y comprendió que había llegado el momento de salir de
allí. Las criaturas no tardarían en retomar el control y no tendría otra
oportunidad. Antes de enfilar hacia la embocadura de la galería, le echó un
vistazo al cuerpo de su amigo y experimentó una honda tristeza.
—Tendréis
vuestra venganza, os lo juro —gimió antes de desaparecer a través de aquel
espantoso submundo en busca de la libertad.
IX
La bruma
empezaba a surgir como un manto blanquecino desde la ribera del río. Reptaba
con lentitud sobre los helechos y los roquedales manchados de verdín. Como una
criatura etérea e inabarcable, se deslizaba a través de las raíces de las
gigantescas ceibas y de los recovecos que pululaban en la maleza, para finalmente
posarse sobre las aguas del pantano como una mortaja gélida. En el firmamento
se escuchaba el eco de los truenos que rugían en la distancia. Incluso los
animales de la jungla guardaban un desconcertante silencio aquella mañana fría.
Media docena de seres encorvados de miembros nudosos avanzaban con
cautela a través de la espesura. Portaban lanzas con toscas puntas de pedernal
y hojas de obsidiana pendían de los cintos de cáñamo que cruzaban sus cuerpos
peludos. Iban encabezados por una criatura enjuta de aspecto cruel, cubierta
con una espeluznante túnica de piel humana. Tras ella, se debatía una joven
mujer que era arrastrada por uno de aquellos entes. A pesar de su aspecto
mugriento y los cortes y lesiones en sus brazos y piernas, no había miedo en su
mirada, tan sólo un profundo odio hacia sus captores.
Enfilaron en dirección al marjal dispuestos a ofrecer a la chica
en sacrificio. Un rito que aplacaría a las oscuras deidades que servían y que además
limpiaría la afrenta que había causado la rebelión de los prisioneros días
atrás.
Ahogarían a la víctima en el pantano y luego devorarían su carne y
vísceras en un festín en honor del T´kamal.
Avanzaron por una lengua de tierra que se internaba en la marisma,
con el sacerdote encabezando aquella sombría procesión. Se encontraban a medio
camino del siniestro altar cuando un silbido rompió el silencio matutino.
El sonido de un cuerpo al caer al agua les obligó a volverse hacia
la retaguardia. Intercambiaron mirada de estupefacción al descubrir el despojo
desmadejado de su compañero. Otra saeta emanó de la niebla y se hundió en el
pecho de otro de los salvajes. Horrorizados, los supervivientes comenzaron a
correr en dirección de la espesura. El sacerdote gesticuló con desesperación en
un intento fútil por detener aquella súbita desbandada. Con un gesto de ira y frustración,
le ordenó a uno de los brutos que liquidara a la mujer que se debatía con renovados
bríos. Sin embargo la criatura ya estaba muerta antes de cumplir aquella orden.
El asta de una flecha le atravesaba la garganta. Se desmoronó a los pies del
aterrado diácono, con los ojos abiertos de par en par y escupiendo una espuma
sangrienta.
La descarnada criatura simiesca se volvió y escapó en dirección
contraria, buscando el abrigo de la
bruma. En su desesperada carrera tropezó varias veces, y las zarzas y
malezas que le arañaban el rostro, parecían confabularse con los atacantes.
Jadeante, se dejó caer en un pequeño claro. Aún no podía
comprender quién osaba a agredirle en su propio territorio. Entonces los orbes
hundidos que coronaban aquel rostro bestial se abrieron de par en par al
contemplar al demonio de piel dorada y ojos de acero que le observaba desde la
maleza. Su atención se centró en las hojas que refulgían en aquellos brazos
nervudos y la gema que relucía en su pecho. Retrocedió espantado con la certeza
de la muerte revolviéndole las entrañas. El forastero avanzó con la agilidad de
un felino y sus labios formaron unas palabras que no podía entender.
—Por
Hanoc —espetó el medio vikingo antes de hundir el cráneo del sacerdote de
T´kamal, con un certero hachazo.
Separó la cabeza del cuerpo y guardó el espeluznante trofeo en una
bolsa de piel, sin duda aquello sería una magnífica ofrenda en nombre del nahuac
caído.
Se volvió y contempló a la joven que le miraba con una mezcla de
espanto y satisfacción. Aún conservaba las sogas adheridas al círculo de carne
viva en que se habían convertido sus muñecas.
Retrocedió unos pasos cuando aquel guerrero de ojos transparentes
se le acercó. Taloc cortó las lianas y esbozó un amago de sonrisa.
—Vamos
muchacha—dijo en nahuac—, es hora de volver al mundo de los
hombres.
FIN.