lunes, 27 de mayo de 2013

LA GUARDIA SAGRADA

Publicado en la antología Némesis: Sangre y Acero






“Oh Korghan,  vuestras plegarias de venganza
arden en mi carne y avivan la flama que late en
mi pecho.
Guiad mi mano en el combate y permitid que
enfrente la victoria o la muerte con la cabeza en
alto y una sonrisa fiera.”
Plegaria kerhanni.


UNO


EL VIENTO RUGÍA A TRAVÉS DE LA ESTEPA y azotaba con furia al grupo de jinetes que galopaba hacia el poniente. Se trataba de hombres fieros, enfundados en brigantinas y cotas de malla y armados con hachas y mandobles que refulgían bajo el sol que atravesaba las nubes.
Los rostros macilentos y las miradas turbias develaban el horror que les había acompañado durante las últimas jornadas. Se desviaron del sendero repleto de carromatos y se cruzaron con los semblantes abatidos de los labriegos, mercaderes y nobles que buscaban escapar del infierno que se había desatado sobre la marca de Selarkania.
 El sujeto al mando señaló un altozano que se hallaba a un cuarto de legua y hundió los talones en los ijares de la bestia. La enseña dorada y negra de los sacerdotes guerreros de Othar flameaba orgullosa sobre la cumbre.
Tiberio de Arruan desvió la vista del caos que reinaba en la calzada y fijó su atención en la turma que ascendía la colina. Se libró del yelmo y se pasó la mano por la mata sudorosa. El frío le mordía allí donde los eslabones de la cota lamían su piel.
—Mi señor —saludó Jacques de Verk con un ademán, tirando de las riendas del corcel. Sus ojos verdes refulgían ansiosos a pesar del cansancio que le abrumaba.
El capitán de la mesnada le contempló por unos latidos. Percibía el olor del humo, el sudor y la sangre que acompañaba a los recién llegados y se preguntó si no se encontraría en las mismas condiciones.
Sacudió la cabeza y volvió la mirada hacia el resplandor amarillento que se advertía en lontananza. Aquella visión le arrebataba el aliento.
—Xe-Urtar ha caído —aseguró Jacques, confirmando sus peores temores.
El caudillo suspiró y palmeó el cuello del caballo. En ese instante fue consciente del agotamiento que le aquejaba. Sin embargo Tiberio de Arruan apartó aquellos síntomas de debilidad y buscó consuelo en el férreo fanatismo que le caracterizaba. Recorrió los rostros inexpresivos que le rodeaban y comprendió que la tropa estaba llegando al límite de sus fuerzas.
Habían luchado sin cesar durante las últimas cinco jornadas. Los dioses de fuego de los clanes deménidas y darusianos habían despertado de su letargo, y ahora reclamaban la sangre de aquellos que se habían atrevido a invadir la tierra que les pertenecía por derecho.
El alzamiento tomó por sorpresa a toda Selarkania. Las hordas barbáricas, animadas por sus chamanes, surgieron de las planicies del este destruyendo todo a su paso. En cuestión de días cayeron las aldeas y los puestos fortificados. Las pocas fuerzas que consiguieron hacerles frente fueron barridas por aquella masa salvaje sedienta de sangre. Tan sólo unos pocos escuadrones de caballería habían tenido éxito al realizar ataques rápidos y certeros en los flancos del enemigo. La mesnada de Tiberio había participado en innumerables asaltos de este tipo, pero todo aquello no habían sido más que pellizcos sobre aquella bestia informe que dejaba un sendero de muerte y destrucción a su paso.
Ahora Xe-Urtar, la última esperanza de resistencia, había caído en manos de los idólatras y el caudillo advertía el negro destino que les esperaba en aquellas frías planicies. No obstante, de manera irónica, aquello les ofrecía otra oportunidad.
—Los bárbaros se tomarán su tiempo para quemar, violar y asesinar a los infortunados que decidieron permanecer en la ciudad. —Miró la extensa procesión que discurría a través del camino y sintió una punzada en la boca del estómago—. Al menos durante tres o cuatro días podremos poner algo de distancia entre ellos y nosotros.
Jacques respiró hondo y sostuvo la mirada de su capitán.
—Tal vez si no cargásemos con este lastre podríamos escapar de esta locura—dijo al contemplar con desánimo la columna de refugiados.
Los ojos oscuros del Tiberio refulgieron con indignación.
—¿Estáis proponiendo que abandónenos estas gentes a merced del enemigo? —espetó airado, fulminándole con el ceño fruncido.
El color abandonó las mejillas del guerrero al entender que había permitido que la desesperación cobrase vida en sus labios. Volvió los ojos hacia aquella aglomeración de almas angustiadas y se maldijo por aquel arrebato de cobardía.
—Lo siento, mi señor —replicó con un suspiro—.He permitido que el cansancio y la tensión me dominen.
Una sonrisa fiera iluminó los rasgos atezados del sacerdote guerrero.
—No os tenéis que disculpar —respondió el caudillo, tomando el odre que colgaba de la silla—. Tan sólo admiración puedo sentir por cada uno de vosotros después de lo que hemos pasado. 
Jacques atrapó la pelliza en el aire y bebió un buen sorbo de aquel caldo avinagrado. Se volvió hacia sus hombres y advirtió el gesto de agradecimiento que le dedicaron al entregarles el vino restante.
—Ahora os explicaré la razón que nos impide abandonar a estos miserables —exclamó Tiberio de Arruan encarando a la docena de jinetes que colmaban la cima del collado.
—El honor. —Aquella palabra caló hondo en los corazones de los hombres—. La lealtad es lo que nos diferencia de los idólatras que infectan estos parajes. —Los ojos del paladín recorrieron cada uno de los rostros mugrientos que le observaban con atención—. La palabra que dimos a los miembros de Concejo de Xe-Urtar, la promesa de proteger a sus habitantes, es lo que os convierte en hombres civilizados. Recordadlo con orgullo mientras os batís con vuestro último aliento para cuidar a los inocentes que nos acompañan. —Señaló a la masa de desposeídos que colmaba la calzada y continuó—: Sin honor no somos mejores que los salvajes que nos pisan los talones, nunca lo olvidéis.
Un coro de asentimiento emanó de aquellos individuos taciturnos y agotados.
—Este será un buen lugar para acampar —apostilló el capitán al notar que la esperanza refulgía en aquellos rostros cenicientos, al menos por el momento.
—Daré las órdenes de levantar las tiendas —se adelantó Jacques con un gesto cansino.
—Esperaremos a la turma de Muñiz hasta el amanecer, después de eso continuaremos hacia el oeste —comentó Tiberio, apretando los labios y fijando la atención en las inabarcables praderas que se extendían por doquier. Al norte, en la distancia, se apreciaban los relámpagos hendiendo la tierra como picas de plata. La tormenta se acercaba y no tardaría en dar con ellos.

Las hogueras de los guerreros palidecían al compararse con el halo anaranjado que refulgía en el este. La dramática destrucción del último enclave civilizado encogía el corazón de los soldados que observaban aquello mientras cenaban en silencio, envueltos en sus capotes. Al fondo, el monótono traqueteo de los carromatos y los murmullos y lamentos de los refugiados era lo único que rompía aquel espantoso mutismo. La procesión continuaba sin descanso hacia el poniente, albergando la esperanza de evitar ser atrapados por la turba enajenada que les pisaba los talones. La amenaza del vendaval había sido arrastrada hacia el este, y apenas algunas nubes rezagadas navegaban por el firmamento.
De vez en cuando, la figura consumida de algún refugiado se atrevía a abandonar la calzada para vagabundear a través de las piras, con la perspectiva de conseguir una hogaza de pan o un poco de agua. Al principio la tropa compartía sus raciones con aquellos miserables, pero a medida que pasaban los días los víveres comenzaron a escasear y aquellas visitas furtivas se convirtieron en un verdadero drama. La naturaleza era una madre despiadada y la prueba de ello se advertía por doquier. Los ancianos y los enfermos fueron los primeros en sufrir sus consecuencias. Agonizaban a la vera del camino, víctimas del cansancio, el hambre y la sed, bajo la indolente mirada de los que alguna vez fueron sus parientes o amigos.
Jacques pensaba en aquello mientras trataba de evitar a la suplicante anciana que permanecía a pocos pasos de la hoguera. En sus rasgos marchitos se apreciaba el sufrimiento que le aquejaba. El soldado apretó los labios y comprendió que la ración de cecina apenas duraría un par de jornadas más. A veces se preguntaba si no sería más piadoso acabar con aquellos desdichados de una vez por todas, al menos así les evitarían el espantoso final que les esperaba a manos de los salvajes. Agradeció al ver cómo la vieja desaparecía como un perro apaleado al escuchar el rumor de los jinetes que se acercaban desde el oeste.
La voz de alarma se esparció con rapidez, a pesar de que el enemigo se hallaba a un centenar de estadios a sus espaldas.
—¡Quién va! —rugió un centinela blandiendo una pica de caballería. El acero resplandeció bajo el titilar de las flamas.
—¡Muñiz y su cohorte! —clamó un coro de voces desde la penumbra.
La emoción revolvió las entrañas de Jacques. Se irguió con premura y enfiló en dirección de aquel alboroto en busca de noticias.
El segundo al mando desmontó y se libró del yelmo y los guanteletes de malla. El sudor resbalaba por aquel rostro marcado por la viruela y sus ojillos almendrados no anunciaban nada bueno. A Jacques le pareció que había envejecido un par de lustros durante los últimos días. Entonces se estremeció al descubrir que menos de la mitad de los hombres habían regresado con vida de aquella patrulla. Encontró la mirada de Muñiz y advirtió la desolación y la impotencia que le embargaban. El oficial agitó la cabeza y evadió la penetrante mirada del guerrero.
—¿Dónde está el capitán? —espetó con voz cansina, buscándole entre la multitud.
—Aquí estoy —contestó Tiberio, emanando de la penumbra como una aparición fantasmal. Sus ojos refulgían con la intensidad de mil infiernos al constatar el estado de los recién llegados. Sospechaba que su subalterno traía consigo noticias devastadoras.
—¿Qué os ha sucedido? —inquirió con los rasgos apretados.
Muñiz agitó la cabeza, y por unos instantes, Jacques imaginó que aquel hombretón se desharía a sus pies como una efigie de barro.
—Nos sorprendieron a unos veinte estadios de aquí, mi señor. —El tono del segundo era tan vacío como la expresión de su mirada—. Demonios darusianos, caballería ligera. Al menos unos ochenta o cien avanzando rápido hacía el poniente. Les dimos batalla pero nos superaban en número.
Tiberio de Arruan no pudo evitar el escalofrío que le revolvió las entrañas. Aquello significaba que las hordas paganas se habían dividido y ahora pretendían cerrarles el paso hacia el oeste.
El caudillo recorrió los semblantes de los hombres y constató el catastrófico efecto de las palabras de Muñiz. Tenía que pensar rápido si quería mantener la cohesión de la tropa. Aquellas noticias podrían provocar una desbandada e incluso un motín.
Sin embargo el sacerdote era un hombre forjado en el calor del combate, y aquel revés tan sólo significaba un súbito cambio de planes. Aquellos bárbaros pintarrajeados no iban a vencerle tan fácilmente.
—¡Chevalier! —gritó a todo pulmón, arrancando a sus oficiales del estupor que les embargaba.
Un sujeto alto, ataviado con una brigantina gris, brotó del grupo de guerreros. Los ojos azules delataban la sangre norteña que corría por sus venas, y la cicatriz que le recorría la mejilla izquierda denotaba su experiencia guerrera.
—Traedme el estuche de piel que descansa sobre mi silla —le ordenó Tiberio. El aludido se limitó a asentir antes de desaparecer en la oscuridad que reinaba más allá del círculo de hogueras.
Jacques y los demás se sentaron sobre la hierba mientras el capitán se alejaba unos pasos y discutía con Muñiz. Por la palidez y el estupor que abrumaban al segundo, parecía no gustarle nada de lo que estaba escuchando. Jacques respiró hondo y se estremeció bajo el abrazo de la corriente gélida que recorría el descampado.
La estilizada figura de Chevalier surgió de la penumbra. El parpadeo de las flamas empeoraba aún más el feo tajo que exhibía en el rostro.
Tiberio abrió la funda y extrajo un viejo pergamino que crujió al ser extendido sobre el césped humedecido.
Los hombres se acercaron con vacilación. No podían imaginar qué otra ruta podrían utilizar para abandonar Selarkania antes de ser interceptados por el enemigo.
El caudillo se plantó enfrente de la vitela y señaló el este con la punta de una daga.
—Los idólatras partirán de Xe-Urtar en dos jornadas, tres a lo sumo si la fortuna nos sonríe. —A Jacques le pareció que aquel hombre parecía un escribano. Su porte noble y las sienes encanecidas le dotaban de aquel curioso aspecto—. Pero ahora sabemos que han dividido sus fuerzas con el afán de cerrarnos el paso hacia el oeste. —El fulgor homicida que iluminó los ojos del caudillo diluyó el espejismo de bondad que había percibido momentos antes—. Los darusianos utilizarán la rapidez de sus monturas para acosarnos mientras sus aliados dan alcance al tren de refugiados que nos acompaña.
—¿Entonces qué nos queda por hacer? —inquirió un sujeto rechoncho de piel cetrina, llamado Vendakam.
Tiberio de Arruan se mesó la barbilla y encaró al sureño que acababa de hablar.
—Nos queda una opción, enfilar hacia a la fortaleza de Ur´ Jakat — replicó con sequedad—. Es nuestra única esperanza.
Muñiz suspiró y se mordió los labios. Ahora Jacques comprendía el resquemor del segundo oficial. Al mirar a sus compañeros advirtió la inquietud que les invadía tras escuchar aquella inesperada proposición.
—¿Pero mi señor? —insistió Vendakam con el rostro convertido en una mancha gris—. La Guardia Sagrada del señor de la venganza ha protegido ese lugar por más de diez siglos. No creo que nos vean como muy buenos ojos. Tal vez caigan sobre nosotros imaginando que somos una fuerza invasora.
Tiberio encajó la mandíbula, consciente de que no iba a ser fácil convencerles. Y para ser honesto, él mismo tenía sus dudas. Se preguntó si aquella decisión no sería producto de la desesperación que cobraba vigor en lo más profundo de su pecho.
No obstante el apoyo surgió de quién menos lo esperaba.
Muñiz se irguió y  se pasó la mano por la mata rojiza que le coronaba la cabeza. Miró a cada uno de los presentes y recobró el aplomo que le caracterizaba.
—Estoy de acuerdo con el plan del capitán —aseguró con tranquilidad—. Los darusianos pretenden cerrarnos el paso y los deménidas se disponen a aplastarnos con su innumerable infantería. —Respiró hondo, sus ojos oscuros flameaban con vigor—. A no ser que estéis dispuestos a esperarlos en medio de la llanura, propongo que enfilemos hacia las montañas y busquemos cobijo en Ur´Jakat. Al menos aquello nos ofrece la oportunidad de vivir unos días más.
El silencio confirmó la adhesión de todos al osado plan del caudillo. De todos modos, ¿qué otra cosa les quedaba por hacer?
 Aquella era la espantosa realidad que pesaba sobre cada uno de ellos mientras la muerte se acercaba a pasos agigantados, sin que nadie pudiera hacer nada para evitarlo.


DOS

LA LÍNEA DE REFUGIADOS ALCANZABA la media legua mientras enfilaba hacia los picos nevados que destacaban en septentrión. Su avance se dificultaba al dejar atrás las llanuras y adentrarse por los traicioneros senderos que conducían a las montañas.
Jacques cabalgaba despacio, abriéndose paso entre aquella sombría muchedumbre. En medio de la miseria y el dolor que atestiguaban sus ojos una escena llamó su atención. Una joven de cabello oscuro sostenía a un anciano enjuto que apenas podía caminar. Se desplazaban con el cieno hasta las rodillas, haciendo de cada paso una verdadera odisea. El guerrero intercambió una mirada con la moza y quedó sin aliento al advertir el abatimiento que le desfiguraba las facciones. Tenía la expresión de una anciana a pesar de su lozanía.
—En algún momento deberá elegir entre ella y el viejo —reflexionó Muñiz con sorna, agitando la cabeza—. Es cuestión de supervivencia.
Jacques se volvió. Por algún motivo aquel comentario le aceleraba el corazón.
—En verdad sois uno perro desalmado, compañero —replicó con acritud, evadiendo un cuerpo desmadejado que yacía sobre el barro.
El segundo al mando le miró con una ceja enarcada y esbozó un gesto lobuno.
—¿No lo somos todos, camarada? —exclamó con desdén—. La guerra nos ha convertido en lo que somos, Jacques. —Un fulgor sombrío asomó en sus pupilas—. Los más afortunados caen en combate, mientras los demás vagamos por el mundo con el alma muerta.
Jacques quedó sin palabras. La crudeza de Muñiz resumía a la perfección el sentimiento que trataba de evadir desde hacia mucho tiempo. Su vida se había convertido en una espiral de incontrolable violencia, y cada vez le era más difícil buscar sosiego en el recuerdo de su esposa muerta. Las únicas imágenes que retornaban a su mente eran los cuerpos ensangrentados de los miserables que habían caído bajo su espada. Pero una luz de esperanza refulgía en su corazón al contemplar a la turba de desheredados que les seguían los pasos. Tal vez por esta vez valdría la pena empuñar el acero para defender la vida de aquellas almas atormentadas.

Al caer la tarde, el sendero no era más que un angosto pasaje a través de altas paredes de granito. La mesnada de Tiberio se había dividido en tres grupos, uno para encabezar la marcha y otro para cubrir la retaguardia y dar aviso en caso de la presencia de los bárbaros. El tercero recorría la columna de un lado para otro para evitar incidentes y retrasos.
Jacques había dejado a Muñiz en la zaga y ahora cabalgaba a un lado del capitán. Acosado por el hambre y la sed, prefirió esperar la caída de la noche para merendar y así evitar las miradas hambrientas de los asilados.
—Siento que nos vigilan —comentó el caudillo con una tranquilidad que dejó asombrados a sus acompañantes—. Estamos entrando en los dominios del antiguo imperio. —Jacques intercambió una mirada ansiosa con el portaestandarte y luego examinó las sombrías moles que se elevaban por encima del convoy. Se le encogieron las tripas al comprender que la situación no podía ser más comprometedora. Un ataque en aquel lugar sería devastador.   
Al advertir el desasosiego que se apoderaba de sus hombres, Tiberio dibujó una sonrisa en su tez aceitunada.
—No os preocupéis —aseguró en tono burlón—. Los caballeros de Korghan no suelen atacar a traición, prefieren los combates frente a frente para aumentar su prestigio y honor.
—Disculpad si vuestras palabras no logran convencerme —replicó Jacques con un hilo de voz, arropándose en su capa de lana basta.
—Nunca los comprenderíais, hijo —exclamó el paladín, pensativo—. Los defensores de la fortaleza son los últimos miembros de la vieja raza kerhanni, los primeros humanos que pusieron pie en estas tierras. —Le echo un rápido vistazo al acantilado que se perfilaba a su derecha y continuó—: Sometieron a las bestias que infectaban las planicies y fundaron un imperio que duró al menos cien siglos. Sus antepasados eran maestros de la guerra y la sola mención de su nombre era sinónimo de terror en tres continentes.
—¿Y qué sucedió con ellos? —terció Vendakam, que les seguía unos pasos atrás. La curiosidad bailaba en sus ojillos hundidos.
—Lo que sucede con todo en este mundo —reflexionó el sacerdote guerrero torciendo el gesto—. Después de una era de esplendor se sumergieron en sus oscuras religiones y finalmente languidecieron, permitiendo que razas nuevas y aguerridas se apropiaran de lo que alguna vez fueron sus vastos dominios. —Suspiró con melancolía—. Es la historia de la humanidad, ciclos interminables de gloria y decadencia.
Jacques le miró asombrado, aún le costaba comprender las facetas que componían el tejido de Tiberio de Arruan. Clérigo y guerrero, erudito y asesino, todo aquello conformaba un amalgama apasionante. Sin embargo apartó aquellos pensamientos y centró la atención en algo más apremiante.
—Si el imperio se extinguió… ¿Qué sentido tiene el alcázar? — indagó con recelo.  
El caudillo frunció los labios y sus ojos ardieron con intensidad.
—El imperio podrá ser historia antigua, hijo —contestó—, pero los kerhanni aún perviven más allá de las montañas negras. —Señaló con el mentón la accidentada sierra que se apreciaba a cientos de estadios de distancia—. Los descendientes son orgullosos de su herencia y son pocos los extranjeros que pueden franquear las puertas de Ur´Jakat.
Jacques y los demás le miraban como si se tratase de un puñado de rapaces escuchando a su tutor. 
—Los pocos que han tenido la suerte de tratar con ellos, hablan de un pueblo dedicado a cultivar la excelencia guerrera bajo las milenarias y estrictas reglas religiosas de sus antepasados —concluyó el clérigo con gesto ausente, sin apartar la vista del borde del acantilado.
Un silencio incómodo se apoderó de todos al recordar el oscuro panteón que se atribuía a los kerhanni. Eran las deidades de la contienda y la revancha las que regían los destinos de aquel belicoso pueblo.
Tiberio se removió en la silla al pensar que tal vez una muerte atroz les esperaba más allá de aquel sendero. Empero, llegó a la conclusión de que sería preferible jugarse la suerte con los kerhanni que dar media vuelta y encarar a las hordas sanguinarias que les pisaban los talones. Al menos le debía aquello a los civiles que les acompañaban en busca de redención.
Aquella noche abandonaron la senda y se internaron en un valle oscuro bordeado por un milenario bosque. Bajo el espejismo lunar aquel lugar se antojaba misterioso y aterrador. No fueron pocos los que rezaron una plegaría al advertir aquellos troncos nudosos que se asemejaban a las zarpas de un monstruo dormido. Tiberio de Arruan no compartía el temor supersticioso de la tropa. Era consciente de que la verdadera bestia les seguía los pasos sin descanso ni vacilación. Se trataba de una criatura conformada por miles de seres embrutecidos que compartían una cosa en común: Un insaciable deseo de asesinar a todos los hombres, mujeres y niños que colmaban la caravana.
El líder de la expedición organizó aquel maremagno lo mejor que pudo, y permitió doblar la guardia en los linderos de la floresta para aliviar el desasosiego de la hueste. Luego recorrió la línea de refugiados, tratando de infundirles algo de aliento y esperanza. Aquello era más difícil a medida que pasaban los días y las perspectivas se tornaban más sombrías. Lo único que esperaba ahora era que los dioses le tendieran la mano y permitieran que los kerhanni no decidieran acabar con ellos. Luego de merendar cecina y gachas avinagradas, el caudillo se sumió en una duermevela intranquila que no hizo más que aumentar la tensión que le embargaba.

El amanecer trajo consigo un firmamento radiante que les permitió vislumbrar el paisaje que les rodeaba. Hacia el sur se extendía una explanada de hierba alta de al menos legua y media, mientras hacia septentrión el terreno se convertía en suaves colinas que finalizaban de manera abrupta en un corredor de muros de basalto y pizarra tan altos como cuatro hombres. Se trataba de una barrera natural que separaba la tierra de los kerhanni del resto del mundo. El valle medía al menos tres leguas de largo por legua y media de ancho, y el único acceso desde el sur era el sendero estrecho por el cual habían irrumpido durante la noche.
—Las puertas de Ur´ Jakat —exclamó Vendakam señalando los muros que destacaban hacia el norte. Jacques creyó advertir cierto temor en la voz de su compañero.
—Todo este lugar es una maldita trampa —terció Muñiz con sequedad, lanzando un escupitajo—. Podrían esconder miles de hombres en ese condenado bosque y nadie se daría cuenta de ello. —Señaló la espesa floresta que bordeaba el extremo occidental, e hizo un curioso gesto con los dedos para alejar el mal de ojo.
Jacques se disponía a replicar cuando un resplandor llamó su atención y la del resto de sus camaradas. No tardó en surgir un clamor colectivo cuando aquel fulgor se materializó en un nutrido grupo de caballería.
Al igual que los demás, no pudo ocultar la impresión que le causaron aquellos soberbios jinetes. Portaban armaduras escamadas y yelmos cónicos que despedían reflejos de plata bajo los primeros rayos del sol. En sus estandartes de seda roja flameaba un puñal rodeado por una serpiente, la enseña de Korghan, el señor de la venganza.
El guerrero sintió un retortijón en la base del estómago al enfrentarse con aquellas leyendas vivientes. Le impresionó además la majestuosidad de sus monturas, corceles de batalla que dejaban a los suyos como meras bestias de carga.
—Aprestad vuestros aceros pero no desenvainéis si ellos no lo hacen primero. —Aquella orden recorrió la línea y aumentó la tensión que les encogía el alma.
El guerrero captó el intercambio de miradas ansiosas y rogó porque nadie cometiera un error del cual pudiesen arrepentirse.
La  comitiva se detuvo a unos cincuenta pasos del primer grupo de centinelas. Intercambiaron algunas palabras en su lengua nativa y luego dos de ellos se separaron del grupo principal. Cruzaron la línea de guardias ante la atónita mirada de los lanceros. La apariencia de aquellos misteriosos guerreros provocó una gran agitación.
Se trataba de hombres recios, de ojos almendrados, pómulos altos y piel tan blanca como la nieve de las montañas. A pesar de su aspecto fiero, lo que en verdad amedrentó a la tropa fueron los extraños tatuajes que cubrían sus rostros. Plegarías escritas en una lengua extinta que les recorrían la piel desde la frente hasta el cuello, otorgándoles un aspecto aterrador. El tintineo de las armaduras y el murmullo ahogado de los presentes consiguió romper el mutismo reinante.
—¿Quién habla en vuestro favor? —inquirió el que parecía ostentar el mando, tirando de las riendas de su ansiosa cabalgadura. La enseña de Korghan refulgía en el petral de plata de la bestia.
Tiberio de Arruan se abrió paso en medio de los refugiados que contemplaban a los kerhanni con una mezcla de miedo y estupor. Portaba la capa púrpura de los sacerdotes guerreros y sus ojos brillaban con altiva dignidad.
—Soy yo —replicó con entereza, encarando al sujeto que le contemplaba desde la silla del caballo—. Venimos desde muy lejos, escapando de la furia de los salvajes que han despertado a sus dioses paganos y ahora claman la sangre de los inocentes. —Abrió los brazos y señaló los carromatos y los seres consumidos que se amontonaban hasta donde alcanzaba la vista.
El kerhanni frunció el ceño y pareció vacilar, pero recobró el gesto frío que le caracterizaba.
—Pues estáis invadiendo la tierra sagrada de los kerhanni —aseguró cortante, fulminando al clérigo con la mirada—. Debéis dar media vuelta y regresar por donde habéis venido.
Los rasgos de Tiberio palidecieron, pero la resolución ardía en su mirada.
—Atrás nos espera la muerte, kerhanni —aseguró con crudeza, clavando la vista en aquellos rasgos tatuados.
—Pues la muerte os espera también si seguís avanzando —contestó el guerrero, acariciando la empuñadura de la cimitarra.
Un silencio espeso se adueñó del lugar. Ni siquiera el viento se atrevía a interrumpir aquella reunión. Jacques miró a Vendakam y captó el miedo en su mirada.
—¿Vais a permitir que los bárbaros masacren a estos miserables? —espetó el caudillo con acritud—. Los que veis aquí son los únicos que pudieron huir de Xe-Urtar antes de que fuese destruida por las hordas tribales.
El kerhanni dio un respingo. Al parecer la caída de la urbe le tomaba por sorpresa. Sostuvo la mirada de Tiberio y luego se volvió hacia su compañero.
El hombre asintió y galopó de vuelta hasta el grupo principal, para luego enfilar hacia las puertas de Ur´Jakat.
—Si estáis en lo cierto —comentó el kerhanni—, la oscuridad no tardará en cernirse sobre toda la marca de Selarkania.
—Ya lo ha hecho —confesó Tiberio con amargura—, y de una manera que no podríais imaginar. —El caudillo torció el gesto al recordar el sufrimiento y el dolor que le habían acompañado durante los últimos días, y por alguna razón deseó que aquel altivo guerrero lo viviese en carne propia, al menos por unos latidos.   

TRES

JACQUES QUEDÓ ATÓNITO AL descubrir que la fortaleza que Ur´Jakat estaba compuesta por tres bastiones inexpugnables. Desde el claro apenas se apreciaban la piedra negra y los muros del castillo principal. Sin embargo al adentrarse a través de los senderos que discurrían detrás de los peñascos, pudo ver con claridad los viejos fortines que protegían el camino principal. Eran estructuras de piedra maciza que podrían albergar al menos dos centenas de soldados bien pertrechados. Aunque su aspecto no era tan intimidante como el del alcázar que dominaba la cima, sin duda aquellas fortificaciones llevarían el peso de la batalla en caso de un sitio prolongado. Jacques trató de imaginar cuántos enemigos se habrían estrellado contra aquella barrera a lo largo de los siglos.
Dejaron atrás las sombrías fortificaciones cubiertas de verdín, y se desviaron por un sendero de cabras que les llevaría hasta las puertas del castillo. Al cabo se toparon con antiguas efigies talladas en una de las caras de la montaña. Tenían el tamaño de un hombre y representaban a los  doscientos maestres de la Orden de Korghan que habían dirigido la fortaleza desde su construcción. Jacques y el resto de la comitiva se sintieron empequeñecidos por la grandeza milenaria de la Guardia Sagrada. El guerrero volvió la vista hacia su comandante y captó el estupor que le abrumaba. Tiberio vestía sus mejores galas, pero en comparación con las cotas bruñidas y los yelmos resplandecientes de la escolta kerhanni, se asemejaba más a un pordiosero que a otra cosa. Aquello le entristeció.
Esta reflexión se vio interrumpida por el bramido de un poderoso cuerno que le erizó los vellos del cuerpo. Alzó la cabeza y contempló las murallas negras y las agujas de jade que parecían rivalizar con el azul impoluto del firmamento. Aquel lugar exudaba una majestuosidad temible que le arrebató el aliento.
Las hojas de bronce y hierro se abrieron de par en par, y un nutrido grupo de caballería salió a su encuentro enarbolando los pendones del señor de la venganza.
Eran al menos veinte jinetes bien armados que despertaron el recelo de los recién llegados. Muñiz apretó la empuñadura de su hoja e intercambió una rápida mirada con Jacques. Sin embargo el aplomo en la expresión del comandante consiguió traerle algo de sosiego.
La inusitada guardia les rodeó y les condujo en silencio hasta el interior de U´r Jakat. Cruzaron las hojas reforzadas y se internaron a través una corta calzada que discurría bajo las almenas. Entraron al patio de armas y se detuvieron enfrente de la torre de homenaje. Una edificación milenaria y rústica, enclavada en medio del templo de Korghan y una llamativa atalaya de jade y granito. Desmontaron bajo la atenta mirada de los centinelas que prestaban guardia en los adarves. Una súbita sensación de indefensión aceleró el corazón de Jacques de Verk. Imaginó que aquellos hombres podrían hacer lo que quisieran con ellos sin que pudiesen mover un dedo para evitarlo. Aquella idea se convirtió en una inquietante realidad al escuchar las palabras del individuo que se plantaba enfrente de Tiberio.
—Dejad vuestras armas a buen recaudo —exclamó el kerhanni con gravedad, sosteniendo la mirada del clérigo guerrero—.Tan sólo dos de vosotros podréis reuniros con el maestre.
Tiberio de Arruan apretó los labios y aguantó las palabras que luchaban por salir de su boca. Estaba dispuesto a tragarse su orgullo si con ello conseguía el favor de los kerhanni. Miró alrededor y advirtió la ansiedad que bullía en los semblantes de sus hombres. Comprendió que tan sólo se necesitaría de una breve chispa para iniciar una carnicería de la cual sin duda llevarían la peor parte. El sacerdote respiró hondo y esbozó un amago de sonrisa al aflojar el broche del cinto.
—Jacques, Vendakam —exclamó sin apartar la vista del oficial de la fortaleza—, permaneced aquí con los caballos. Estoy seguro de que nuestros anfitriones os tratarán con el respeto que os merecéis.
El guerrero dio un respingo y recibió la hoja del caudillo sin saber qué decir. Captó el gesto de estupor de Vendakam con el rabillo del ojo.
Muñiz soltó un improperio y se libró de la daga y el mandoble.
El kerhanni sonrió y les invitó a seguirle al interior de la torre con un leve ademán.

A pesar del calor que salpicaba el exterior, en el pasillo del edificio reinaba una gelidez que congelaba los huesos, o al menos eso pensó Tiberio mientras sus pasos hacían eco en las paredes. Otra cosa que le impresionó fueron los vestigios de los frescos que alguna vez cubrieron los muros. Escenas de gestas gloriosas y ritos misteriosos perdidos en los abismos del tiempo. Dejaron atrás el corredor e ingresaron en un amplio salón de planta circular, iluminado por varios braseros. El capitán de la mesnada agradeció la tibieza que envolvió su cuerpo al poner pie en aquel lugar. Se frotó las manos y volvió a sentir la circulación despertando sus ateridas articulaciones.
A pesar de la penumbra que pervivía en los rincones, una columna de luz brotaba de la cúpula y daba vida a la sombría efigie del dios de la revancha.
Korghan, mitad hombre y mitad hiena, parecía congelado en la piedra negra que le daba forma. Unos ojos de rubí resplandecían sobre aquella testa bestial que consiguió inquietar a los recién llegados.
Tiberio de Arruan aguantó el impulso de realizar el signo sagrado del Othar en aquel sitio pagano. Miró a Muñiz y la consternación y el miedo luchaban en su expresión.
—No debéis mostrar temor enfrente del señor de venganza. —Aquella voz firme y melodiosa resonó con fuerza en las paredes—. Es el único dios que ofrece consuelo a quienes lo han perdido todo.
Un hombre surgió de las sombras y les contempló con curiosidad. Vestía un caftán celeste adornado con piedras preciosas. Tenía las facciones angulosas y los ojos almendrados propios de su raza, pero guardaba una inquietante sensibilidad en la mirada. El cabello blanco contrastaba de manera extraña con sus movimientos gráciles y calculados, mientras los tatuajes que le cubrían el rostro parecían danzar bajo el tubo de luz que surgía del techo.
Avanzó unos pasos y se detuvo en el centro de la estancia.
—Debo admitir que es la primera vez que un sacerdote de Othar viene a pedir ayuda a los acólitos de Korghan —comentó con cierta ironía.
Tiberio palideció y apretó los puños para contener las emociones que danzaban en sus entrañas.
—Creedme que nunca hubiese puesto pie en vuestra fortaleza si tuviese otra opción. —Apretó los dientes y se arrepintió de haber hablado. Mucho estaba en juego para echarlo a perder por una antigua rencilla eclesiástica. 
El maestre guardó silencio por unos instantes. Luego soltó un suspiro y se dejó caer sobre el sitial que descansaba a los pies de la espeluznante efigie.
—No es momento de revivir viejos desacuerdos, sacerdote guerrero— aclaró el kerhanni con gravedad—. La amenaza que se cierne sobre la marca nos obliga a pactar una tregua en nuestras diferencias. El futuro de la civilización pende de un hilo.
El corazón de Tiberio latió con vigor al comprender lo que significaba aquello. La sombra de la aniquilación que le había acompañado durante las últimas jornadas comenzaba a desvanecerse como el rocío bajo los rayos del sol.
—La caída de Xe-Urtar ha marcado un punto de inflexión que no podemos pasar por alto —continuó el kerhanni, perdiendo la mirada en las sombras que se acumulaban en los rincones—. Si no actuamos de inmediato más tribus se unirán a la rebelión y ni siquiera los muros de Ur´Jakat podrán contener tal marea de odio. —La duda asomó en los gallardos rasgos del maestre, y Tiberio y su acompañante fueron conscientes de que la situación era mucho peor de lo que habían pensado. Si todos los pueblos de Selarkania se levantaban en armas la sangría se extendería durante décadas y la destrucción sería incalculable. 
—¿Qué proponéis, entonces? —inquirió el diácono de Othar con ansiedad. El resplandor de los braseros le otorgaba un aspecto siniestro a sus facciones afiladas.
El kerhanni enarcó una ceja, sorprendido ante aquella intervención.
—Lo único que sabemos hacer los miembros de la orden —replicó con dureza—. Matar a nuestros enemigos y engrandecer el nombre de nuestro dios.
—Al menos en eso estamos de acuerdo, kerhanni —respondió Tiberio con una sonrisa fiera. El líder de la guardia le devolvió el gesto con una carcajada que retumbó de manera lúgubre en los muros del salón.

A medida que las noticias acerca de la devastación causada por los bárbaros apretaba los corazones de Tiberio y su mesnada, los miembros de la Guardia Sagrada parecían alegrarse por la inevitable contienda que tenían entre manos.
Los preparativos para la batalla fueron en aumento durante las jornadas posteriores a la llegada de los refugiados. Los kerhanni apelaron a las tropas que se hallaban acantonadas en los confines de sus dominios, mientras los hombres aptos entre la muchedumbre de asilados fueron reclutados con premura. Cualquiera que pudiese empuñar una espada o un arco fue recibido con el beneplácito de Tiberio y el maestre Ad-Jedimm.
Al tiempo que esto ocurría, los batidores recorrían los caminos en busca del rastro de la horda barbárica. No tuvieron problema en dar con su legado de muerte y destrucción. El humo de los incendios se extendía a cientos de decenas de leguas a la redonda.
Los informes daban cuenta de una fuerza de cerca de diez mil hombres. Avanzaban en dirección a las puertas, convencidos de que su ventaja numérica y la protección de los chamanes serían suficientes para arrasar de una vez por todas con sus enemigos ancestrales.
Aquellas nuevas desconcertaron a los selarkianos pero no consiguieron alarmar a los inquietantes kerhanni. Pasaban el día reforzando las defensas y entrenando complicadas formaciones de caballería en la extensa explanada que se abría enfrente del paso fortificado.
Tiberio y sus oficiales contemplaban todo aquello con una mezcla de envidia y admiración, convencidos de que los miembros de la Guardia Sagrada eran dignos de la leyenda forjada por sus antecesores.
Los días pasaron incólumes e incluso algunos llegaron a pensar que la batalla nunca tendría lugar.

No sabían lo equivocados que estaban.

El sacerdote guerrero cruzó el umbral de la estancia y advirtió el olor a mirra y azafrán que flotaba en el aire. La testa bestial de Korghan parecía haber cobrado vida bajo el resplandor de los braseros que llenaban los rincones.
—Están aquí. —Ad-Jedimm permanecía postrado sobre el solio con mirada ausente. Por unos momentos parecía fundido con la efigie que se alzaba encima de su cabeza.
—Lo sé —respondió el clérigo de Othar con tranquilidad. De alguna manera experimentaba cierto alivio al saber que todo se decidiría al día siguiente—. Los batidores han avistado a sus exploradores en el valle.
El maestre suspiró y tomó la copa de cristal que descansaba sobre el brazo del sitial. El líquido rojizo resplandeció como el fuego al ser tocado por el espejismo lunar que se filtraba por la cúpula.
—Mis hombres han esperado este momento desde hace siglos —musitó, bebiendo un largo sorbo—. Siempre supimos que las tribus salvajes vendrían algún día por nosotros. —Aquellas palabras encerraban un desconcertante placer que consiguió estremecer a Tiberio.
—Al parecer la expectativa de enfrentar a vuestros enemigos no os alegra el corazón, servidor de Othar —comentó Ad-Jedimm con aire burlón.
Tiberio respiró hondo y enfrentó aquellos ojos cargados de misterio.
—Al contrario de vuestro pueblo, la guerra para nosotros es un mal necesario —respondió con honestidad.
El líder de la Guardia Sagrada dio un respingo y apretó los labios.
—Para nuestra nación el conflicto es un arte que nos llevó a la grandeza —aseguró con resquemor.
—Y os arrastró a la destrucción también. —Tiberio parpadeó y se maldijo a sí mismo por haber hablado de aquella manera. Después de todo, los kerhanni le habían apoyado sin esperar nada a cambio.
Ad-Jedimm le sostuvo la mirada con dureza, pero nada en su expresión parecía haberse alterado.
—Disculpadme —confesó Tiberio con resignación—. No soy quién para hablar así de vuestras tradiciones.
El maestre se irguió y las piedras preciosas que adornaban el caftán cobraron vida en una orgía de destellos multicolores.
—No tenéis que disculparos, extranjero. —Había resentimiento en el tono del kerhanni—. Mañana veréis con vuestros propios ojos cómo lucha la Guardia Sagrada. —El maestre abandonó el inmenso salón dejando el eco de sus pasos como único testigo de su presencia.
Tiberio de Arruan cerró el broche de la capa y se sintió más solo que nunca en aquel espeluznante lugar.

CUATRO

JACQUES DE VERK EXPERIMENTÓ UNA PUNZADA en la boca del estómago al constatar la dimensión de la fuerza enemiga. Los bárbaros se desplegaban en la embocadura de la llanura en medio de gritos y cánticos que el viento arrastraba hasta su posición. Volvió la vista hacia el resto de sus compañeros y sospechó que eran víctimas de la misma aprensión que le arrebata el aliento.
El miedo y la resolución luchaban por partes iguales en la expresión de Vendakam. El sureño sería su compañero en el ala derecha, mientras Tiberio y Muñiz comandarían el ala izquierda. Su misión consistiría en enfrentar a la caballería darusiana y proteger el flanco de los kerhanni, los cuales lanzarían sus monturas acorazadas en contra del grueso de los rebeldes.
La mesnada de Tiberio no envidiaba la labor de la Guardia Sagrada. Los cuatro mil jinetes al mando de Ad-Jedimm intentarían romper la nutrida formación de infantería deménida que comenzaba a desplazarse a través de la explanada como una plaga de langostas. Los yelmos de bronce y las armas de los vándalos arrojaban destellos al ser acariciadas por el sol que se alzaba en el firmamento, testigo mudo de la contienda que se desataría a continuación.
Tiberio desmontó y plantó la rodilla en la hierba mientras ofrecía una plegaría al señor de la guerra. Algunos siguieron su ejemplo, aunque la mayoría apenas podía despegar la vista de la inabarcable masa de invasores.
Jacques miró a los miembros de la Guardia Sagrada que ocupaban el centro de la formación. Se sorprendió al captar la resolución que ardía en la mirada de aquellos altivos guerreros. Los años de constante entrenamiento los habían convertido en soberbios asesinos, dignos herederos de la nación que alguna vez había dominado aquella tierra con puño de acero.
El silencio que inundaba la línea se deshizo bajo los acordes de los cuernos que hacían eco en los muros de la fortaleza. Una nube de polvo se alzó en el sendero mientras los colores de Korghan ondeaban al viento y la cota dorada del maestre Ad-Jedimm sobresalía por encima de las corazas de plata de su escolta personal. Un clamor cobró vida entre los acólitos del señor de la venganza mientras golpeaban las espadas contra sus escudos. El caudillo kerhanni, ataviado con panoplia completa, recorrió la línea saludando a sus hombres como si se tratase de sus propios hijos.
Se detuvo unos instantes en el flanco derecho e intercambió unas palabras con Tiberio de Arruan. Ambos líderes sellaron su alianza con un apretón de manos que despertó la admiración entre la tropa.
Entonces, los retazos de gritos y lamentos provenientes de la llanura les obligaron a volver la atención hacia los primeros focos del combate. Los arqueros, ocultos en el bosque desde la noche anterior, habían comenzado a castigar la compacta formación deménida. Algunos jinetes darusianos enfilaban hacia la floresta en medio de aullidos salvajes.
—¡Qué estamos esperando! —rugió Ad-Jedimm, levantando la cimitarra y encarando a la tropa —¿Permitiréis que los salvajes aniquilen a vuestros aliados?
Un coro de voces indignadas fue su respuesta.
Los ojos del maestre refulgieron con furia bajo el yelmo. Señaló a la turba barbárica y, sin mirar atrás, descendió al trote la colina que le separaba de la explanada. Los kerhanni le siguieron al tiempo que recitaba una plegaria que caló hondo en el corazón de sus aliados:

“Oh Korghan,  vuestras plegarias de venganza
arden en mi carne y avivan la flama que late en
mi pecho.
Guiad mi mano en el combate y permitid que
enfrente la victoria o la muerte con la cabeza en
alto y una sonrisa fiera.”


Hipnotizado por aquellos cánticos, Jacques de Verk se dejó arrastrar por la fuerza primigenia que latía en su corazón. Hundió los talones en los ijares de la yegua y se entregó a la voluntad de los dioses, al tiempo que sus ojos buscaban con aprensión la línea enemiga en medio de una nube de polvo. El suelo temblaba bajo el peso de las cabalgaduras acorazadas de la Guardia Sagrada. La polvareda nubló su visión y el peso de la cota amenazaba con quebrarle la espalda, pero un júbilo demencial se había apoderado de sus sentidos y no le abandonaría hasta caer o salir victorioso.
Los darusianos dieron media vuelta para hacerle frente a la nueva amenaza. A pesar de carecer de cotas o armaduras, arremetieron con el irreflexivo coraje propio de los primitivos, coreando sus gritos de guerra.
En flanco derecho, desde los linderos del bosque, los exilados de Xe-Urtar cobraban su venganza mientras continuaban sembrando la muerte con una letal lluvia de saetas. Los deménidas se apretaban bajo sus escudos de madera y piel, pero era tal su cantidad que era casi imposible fallar el blanco entre aquel hormiguero humano. Los chamanes y los caudillos se movían de un lado para otro, señalando con desdén la nube de polvo que devoraba estadios y se acercaba con celeridad.
Mientras aquello ocurría, Tiberio y los suyos chocaban contra los primeros escuadrones darusianos. Los gritos se entremezclaban con el restallar de los aceros y los relinchos de las bestias, en medio de una cacofonía espantosa. El hedor de la sangre se alzó como un tufo dañino en medio de aquella salvaje refriega.
En el ala izquierda, Jacques y su turma apenas pudieron reaccionar ante el ímpetu de los bárbaros. Las flechas alcanzaron al portaestandarte, y de Verk tuvo que saltar por encima de la cabalgadura que se derrumbaba enfrente de él. Desenvainó con premura, y pegó los muslos a la silla al tiempo que tomaba impulso y rajaba el rostro del primer rival que le hacía frente. El darusiano cayó del caballo y fue arrollado por los jinetes que seguían al guerrero. Una lanza surgió del caos y se hundió en el pecho de Vendakam.
Jacques se estremeció al ver caer a su segundo. El sureño se revolvió con las vísceras regándose a su alrededor. Sin embargo aquello duró tan sólo unos instantes, el caos de la refriega y la polvareda tiñeron aquellas escena con un aire de irrealidad. El hedor de la muerte invadió los pulmones de Jacques y despertó sus impulsos más primitivos. Ahora la lucha era personal y cada hombre libraba su propia gesta.
El guerrero de Othar desvió un golpe de hacha con el escudo y cercenó una mano que intentó desmontarle. El caballo se encabritó y hundió el cráneo de otro bárbaro que se atravesaba en su camino. Todo era confusión, sangre y muerte. Los cuerpos de los guerreros se amontonaban sobre las monturas y la locura reinaba por doquier, pero los hombres de Tiberio lograron imponerse gracias a la ventaja que les otorgaban sus yelmos de bronce y cotas de malla.
Jacques, agotado y cubierto de sangre de pies a cabeza, continuaba acosando a los supervivientes. Las escenas de horror vividas durante los días anteriores eran el combustible que alimentaba su sed de venganza.
Un darusiano se volvió para hacerle frente. Era apenas un muchacho, pero en sus ojos ardía la crueldad de su raza. Desvió el golpe de la espada del jinete, pero resbaló sobre los intestinos de un caballo destrozado. De Verk no tuvo misericordia, lanzó un tajo que le abrió hasta el esternón y un placer demencial refulgió en su rostro salpicado de sangre y sesos.
Un clamor desgarrador inundó la llanura cuando la Guardia Sagrada reventó la barrera de carne y acero conformada por los deménidas, con la fuerza de un huracán. Cientos cayeron o fueron aplastados por aquellos diestros jinetes. Los kerhanni aprovecharon el peso de sus monturas y penetraron las defensas, dejando tras de sí una estela de muerte y espanto.  
El maestre encabezaba aquella pavorosa carga seguido de sus oficiales de confianza. Las inmaculadas cotas de los acólitos de Korghan se opacaron con la sangre y las entrañas de sus enemigos, mientras las monturas hundían las pezuñas en pozos de sangre oscura y cuerpos mutilados.
El estandarte de la guardia flameaba orgulloso por encima de la turba enloquecida que trataba de reagruparse para detener aquella carnicería. Los jinetes acorazados se abrían paso a punta de espada y lanzas largas, a la vez que los salvajes contraatacaban como hienas acorraladas.
El portaestandarte fue alcanzado y los jinetes cerraron filas alrededor del cuerpo sin vida para recuperar los colores. En aquel embate cayeron varios caballeros, pero un grito victorioso surgió de aquellos fieros guerreros cuando la enseña de Korghan flameó en medio de la devastación.
El sonido del cuerno se alzó en aquel caos y los jinetes de la guardia se replegaron para organizar un nuevo ataque.
Los bárbaros aullaron desafiantes y elevaron sus macabras insignias con cabezas cercenadas, imaginando que habían conseguido ahuyentar al enemigo. Animados por sus paladines, se lanzaron a la carga arrollando a los heridos y moribundos que tuvieron el infortunio de atravesarse en su camino.
Jacques contemplaba todo aquello con admiración. La locura del combate ardía en su pecho y deseaba regresar a la lid a toda costa. Respiraba con dificultad y apenas podía levantar el brazo que sostenía el broquel, pero nunca se sentía más lleno de vida que cuando entraba en combate.
Entonces volvió su atención hacia la formación que se acercaba a todo galope. Los ojos de Tiberio de Arruan resplandecían como fuegos fatuos bajo unos rasgos sucios y ensangrentados. Tenía la cota desgarrada y un hilillo de sangre resbalaba por su frente. Sin embargo la sonrisa fiera que le ofreció a sus subordinados aceleró el corazón de Jacques.
—Vendakam ha caído —musitó el guerrero con voz gangosa.
—¡Qué Othar lo tenga en su gloria! —balbuceó el clérigo con ira y resignación. Hizo girar la montura y volvió la atención hacia los kerhanni que formaban en la explanada. Al fondo, el viento arrastraba la bravata de los bárbaros. Se amontonaban sobre la llanura sin orden ni concierto.
—Desplegad la enseña de Othar sobre vuestras lanzas —ordenó Tiberio, ajustándose el yelmo abollado—. Es hora de que los bárbaros y los kerhanni sepan de qué estamos hechos.
Ad-Jedimm esbozó un gesto de sorpresa al descubrir a los recién llegados cubriendo los flancos. Algunos estaban heridos y otros apenas podían sostenerse en la silla, pero todos estaban resueltos a continuar hasta el final.
El mismo maestre apenas podía disimular la agonía en sus rasgos sudorosos. Un hacha deménida le había traspasado la cota a la altura de las costillas.
Desenvainó la cimitarra cubierta de sangre y señaló a la turba que se acercaba desafiante.
—¡Muerte o victoria! —aulló Tiberio de Arruan dedicándole un gesto lobuno al caudillo kerhanni. Los orbes de Ad-Jedimm recobraron la vitalidad antes de cargar sobre el enemigo.
Los jinetes avanzaron mil pasos antes de cerrarse como una cuña sobre el centro de los salvajes. Las picas enhiestas y la velocidad demencial de aquella carga consiguieron desbandar a los pocos darusianos que aún continuaban en la refriega.
Algunos kerhanni fueron alcanzados por una lluvia de saetas y lanzas, pero la mayoría consiguió cruzar indemne aquel muro humano, dejando un pavoroso rastro de agonía a su paso.
Pegado a la silla y con el corazón en la garganta, Jacques no dejó de repartir golpes a las sombras que se cruzaban en su camino. En medio del caos y el desenfreno advirtió que aquella enloquecida carga tenía un propósito definido.
Protegidos por una densa formación de lanceros, los caudillos enemigos ocupaban el centro del avance. Los bárbaros continuaban cayendo en cantidades pavorosas, pero al final su número terminará por imponer al vencedor. Aquella descarnada verdad fue la que impulsó a los kerhanni a llevar a cabo aquel desesperado ataque.
Ad-Jedimm se desvió hacia la derecha y el anillo defensivo de los salvajes apenas pudo reaccionar. Mientras tanto, Tiberio y su reducido séquito encaraban a los hacheros que reculaban para defender a sus líderes.
Los filos destrozaban las cotas y partían los espinazos de las monturas, pero la mesnada aguantó la posición, dando muerte a todo aquel que estaba al alcance de sus picas y mandobles. Los cadáveres se amontonaban y el hedor de la sangre y los excrementos apenas permitía respirar.
Jacques luchaba como un infante más después de haber perdido su caballo. Apenas podía sostener el escudo pero soportaba como un león todo lo que se le echaba encima.
Vació las entrañas de un salvaje y luego hundió la hoja en la garganta de un nuevo rival.
Tiberio y los demás cerraron el círculo a pesar de las graves perdidas.
Entonces un aullido triunfal surgió a sus espaldas.
Los kerhanni habían dado cuenta de la escolta de los chamanes y ahora se cebaban sobre los instigadores de aquella cruenta guerra.
Algunos gritaban y lanzaban maldiciones antes de ser decapitados o abiertos en canal por los implacables acólitos de Korghan. Otros luchaban con denuedo y morían con el orgullo reflejado en sus rostros primitivos.
Tiberio dio un respingo al ver cómo el mismo Ad-Jedimm se sumergía en aquel nudo de hombres pintarrajeados, y les destrozaba con el martillo de batalla, animado por el clamor de la tropa.
Aquello fue suficiente para desbandar la acometida de los deménidas, una nación primitiva y supersticiosa que temía más el poder de los brujos que a cualquier enemigo. Verles caer allí, masacrados por aquellos demonios enfundados en acero, fue suficiente para apaciguar cualquier deseo de conquista.
Ahora aquella masa abigarrada luchaba por abandonar el valle y regresar a las fronteras que les ofrecían protección.
En ese momento el combate se transformó en una espeluznante masacre que duraría hasta el atardecer.
Miles de nativos cayeron bajo el acoso de los arqueros y las incontables cargas de caballería orquestadas por Tiberio y el maestre de la Guardia Sagrada.
Jacques vagaba entre los cuerpos sin vida y los moribundos, rematando a los heridos con un hacha. Un deménida ensangrentado se arrastraba con esfuerzo. Sus ojos salvajes taladraron al hombre que se le echaba encima.
Jacques recordó a los muertos, los niños y los ancianos que se pudrían en el camino tras la fatigosa retirada de Xe-Urtar.
El bárbaro sonrió con desdén antes de que Jacques le hundiera la hoja en medio de la cara. Un clamor en medio de los cuerpos le anunció una nueva víctima.
El guerrero elevó el arma con esfuerzo, aún había muchos que degustarían el sabor de su venganza.  

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Las piras ardieron por tres jornadas y se dice que la nube alcanzó las mismas fronteras del imperio de Admelahar.
A pesar de la aplastante victoria, el maestre de la Guardia Sagrada nunca se recuperó de sus heridas. Falleció una cuenta más tarde en medio de terribles sufrimientos, pero afirmando que jamás se arrepentiría de haber participado en aquella batalla. Fue enterrado con honores a las puertas de la fortaleza y su efigie se talló sobre la base de la montaña que circundaba el fortín.  
Tiberio de Arruan y su mesnada continuaron protegiendo las fronteras civilizadas, y su leyenda se unió por generaciones a las gestas que narraban la pavorosa batalla de las Puertas de Ur´Jakat.

FIN.