lunes, 4 de febrero de 2013

LA TORRE DE LA INFAMIA

Publicado en Ragnarok No. 7






Hacia el este, en los confines de las estepas y el nacimiento de las montañas, perviven los horrores de un pasado milenario que se niega a prescribir de la tierra de los hombres. Y es allí, hacia donde el portador del Hacha Negra enfila sus pasos en busca de un misterioso destino.


I
Oscuros presagios

Argoth se removió en el jergón y clavó la mirada en el cuerpo que yacía a su lado. Percibía la suave cadencia de la respiración de la fémina bajo el espejismo lunar que se filtraba a través del techo. Sintió envidia de la paz que emanaba de aquella criatura. Respiró con fuerza y agradeció a los dioses su fortuna. Eran pocos los hombres del oeste que se atrevían a poner pie en las misteriosas tierras de Mun-Thai. Eran abundantes las historias que corrían de boca en boca acerca de los horrores que ocultaban aquellas montañas y de los demonios de piel amarilla que las habitaban. No obstante, a pesar del recelo natural que experimentaban hacia los extraños, los moradores de aquella aldea le habían recibido de buen modo. Tan sólo necesitó de algunas monedas para ganar su confianza. A cambio de ello, recibió un buen plato de comida y un lugar donde pasar la noche antes de continuar su camino. Sin embargo la visita de una de las hijas del jerarca local fue una verdadera sorpresa para él. Ajeno a las costumbres de aquellas gentes, se limitó a disfrutar de la compañía de la mujer, la cual, a pesar de carecer de gran belleza, demostró ser toda una experta en las artes amatorias.
El guerrero intentó seguir los pasos de su compañera y sumirse en un reparador sueño, pero algo en su interior se lo impedía. Alarmado, volvió la vista hacia el bulto que descansaba cerca de la pared y trató de percibir los trazos de la segur a través del lino que la cubría. Sin embargo lo único que sus ojos pudieron ver fue una silueta difusa en medio de la penumbra. Se giró hacia la moza para tratar de olvidar el sombrío latido que le revolvía las entrañas. 
Un frío de muerte le recorrió la espina dorsal al abrir los ojos. Permaneció en silencio, intentado descifrar lo que sucedía e imaginando que tal vez aquel sonido formaba parte de alguna bizarra alucinación.
Pero no.
El quejido se repitió y Argoth se irguió con la agilidad de un felino, echando mano del cuchillo que se encontraba cerca del lecho. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par. Un miedo atroz brillaba en su mirada. El guerrero le indicó con un gesto que permaneciera en calma y se acercó con sigilo al umbral del henil.
El frío de la noche le golpeó con fuerza. La piel de su rostro perdió sensibilidad y los músculos se le tensaron como un arco a punto de disparar. Las siluetas de las isbas se dibujaban contra un cielo limpio, colmado de estrellas. El único sonido que podía escucharse era el ulular de la corriente que le mordía la carne y el chispear de las moribundas piras que ardían con esfuerzo en el centro de la aldea.
Sin embargo aquel aterrador lamento castigaba de nuevo sus oídos, poniéndole la carne de gallina. Advirtió que los rostros estupefactos de algunos pobladores comenzaban a asomar por las rendijas y los ventanales. El sollozo se hizo más acuciante y pronto la mirada del guerrero se centró en las sombras que se materializaban en el recodo. Seres incorpóreos que tomaron forma humana al ser acariciados por el palpitar de las hogueras. No obstante aquella visión no le trajo ningún sosiego, puesto que aquellos rostros, pálidos y demacrados, reflejaban un horror que la paralizó el corazón. ¿Qué mal podría causar tal devastación? Pensó estupefacto.
El roce tembloroso de la mujer le hizo volverse. Impresionado, advirtió un profundo  terror reflejado en su semblante.
La chica le sostuvo la mirada con intensidad antes de hablar con voz quebrada.
¡Los demonios de la montaña!Una sensación desoladora cruzó el pecho de Argoth al escucharle.


II
 El peso del temor

Los primeros jirones rosáceos del amanecer comenzaban a asomar en el firmamento, mientras los aldeanos discutían lo que deberían hacer tras conocer el terrible sino de sus hermanos. En aquellos rostros circunspectos se apreciaba una profunda angustia. Hablaban en un dialecto que Argoth apenas podía entender, y no cesaban de deliberar con vehemencia. Algunos abogaban por dejar la villa y huir a los valles del oeste. Otros, por el contrario, afirmaban que a pesar de la amenaza que se cernía sobre ellos, los dioses los protegerían de aquella malignidad.
El portador del hacha permanecía en un rincón, escuchando con atención todo aquello, y sin apartar los ojos de los desgraciados que había traído consigo la oscuridad. Los recién llegados se encontraban apiñados en medio del recinto. En aquellos rasgos de pómulos altos y ojos rasgados se dibujaba un dolor innombrable que le cortaba la respiración.
Elevó la mirada al notar que todos volvían la atención hacia el grupo que se arremolinaba poco a poco cerca del umbral. Se sorprendió al descubrir que se trataba de un nutrido batallón de críos. Las madres se aferraban a ellos con pesar y luego los entregaban a los guías que los alejarían del villorrio.
Una emoción extraña comenzó a latir en el corazón del guerrero. Con una tétrica certidumbre, se volvió hacia los forasteros y advirtió que no había ningún rapaz entre ellos.
El llanto de los infantes que no deseaban separarse de sus padres aumentó el desasosiego y la impotencia que caldeaban el ambiente. Los rostros apesadumbrados de los adultos llenaban el lugar.
¿A qué viene todo esto?inquirió al fin, presa de un profundo desconcierto.
Los aldeanos le miraron estupefactos. Al parecer en medio de aquella situación apenas habían notado su presencia.
¿¡Qué hace ese forastero aquí!?espetó un hombre de rostro descarnado, que parecía liderar la reunión. Vestía un caftán carmesí que había visto mejores días, al igual que su dueño.
Todos intercambiaron miradas de sorpresa sin saber qué decir. Tenían asuntos más urgentes por los cuales preocuparse.
Disculpadme si os he ofendido replicó Argoth con respeto, tratando de calmar los ánimos del anciano. Soy un extranjero en estas tierras y por lo tanto soy ajeno a vuestras costumbres.
El aludido soltó un bufido e intercambió algunas palabras indescifrables con los sujetos alrededor.
Sois un hombre prudente, forastero respondió el viejo, elevando una mano huesuda en señal de conciliación—. Nuestras leyes prohíben a los foráneos tomar parte en nuestros conciliosafirmó, pero en este caso, os haría bien escuchar para luego volver vuestros pasos hacia el oeste con prontitud.
El guerrero paseó la mirada por los presentes, tratando de advertir alguna señal de hostilidad, pero lo único que pudo percibir fue el peso del temor que les abrumaba.
No tengo motivos para volver afirmó con sequedad. El eco de aquellas palabras permaneció flotando en el aire.
Cualquier cosa es mejor que continuar hacia el oriente terció otro sujeto. Un hombre de edad mediana y tan gordo como un cerdo. Sus ojillos oscuros refulgían con intensidad. Tan sólo un horror sin nombre os espera más allá de estas colinas.
Argoth no dijo nada, intentaba ordenar las piezas de aquel enigma en su cerebro.
Algunos enfilaremos hacia el occidente continuó el sujeto al percibir la confusión en el rostro del extranjero. Allí estaremos alejados de los demonios de la montaña.
Un sollozo surgió de inmediato de las mujeres apiñadas en el centro de la estancia. Argoth las contempló estremecido.
Ellos son los causantes de la ruina de nuestros hermanos prosiguió el hombre obeso. Atacaron su poblado y se llevaron a los pequeños.Un rictus de dolor acompañó las últimas líneas.
¡Debemos marcharnos de inmediato!exclamó otro individuo, presa de la desesperación¡No podemos permitir que vengan por nuestros retoños!
Un coro de progenitores angustiados se unió a aquel clamor, consiguiendo convencer a los indecisos.
El portador del hacha comprendió entonces la magnitud de aquel horror. Durante su  periplo por tierras extrañas nunca había escuchado acerca de un mal tan repugnante, una infamia tan vil que se valiera de inocentes pequeñuelos. Algo en su interior se encendió, una emoción salvaje que apenas podía controlar.
Los habitantes de la villa intercambiaron miradas esquivas y cuchicheos. Al parecer la decisión estaba tomada: Abandonarían el poblado antes de que fuese demasiado tarde.
Una de las mujeres pareció salir de su letargo al advertir que los notables comenzaban a dejar la estancia. Se llevó las manos a la cabeza y se arrojó a los pies del anciano del caftán rojo.
¡Por la piedad de Anthemis!suplicó, aferrada a las piernas del viejo¡Qué será de nuestros vástagos! ¡Qué será de ellos!
  Varios aldeanos consiguieron controlarla, mientras los demás miembros del concejo evitaban con vergüenza aquel semblante enmarcado por un profundo dolor.
Qué los dioses se apiaden de ellos respondió el viejo con pena e impotencia. No hay nada que nosotros podamos hacer.Dicho esto, agachó la cabeza y salió por el umbral. Afuera, los habitantes comenzaban a cargar con todo lo que podían para  iniciar la larga marcha hacia el valle.

El sol se alzaba sobre las montañas, reinando sin rival sobre un lienzo impoluto.  La columna de hombres y bestias se asemejaba a un gran gusano al adentrarse por los estrechos recodos del camino. Argoth permanecía en el centro el villorrio, contemplando la forzada peregrinación de aquellas gentes. Se pasó la mano por la frente sudorosa y suspiró con lentitud. Aquellos hechos habían despertado su indignación. Al tratar de discernir el destino de los infantes desaparecidos, cientos de pensamientos sombríos se amontonaban en su mente.
¿Venís con nosotros?La voz gangosa del viejo jerarca le sacó de su ensoñación. Una sombra de abatimiento se advertía en los brillantes ojos del anciano.
   No abandonaré mi camino contestó con sequedad, bebiendo un trago de la pelliza que descansaba entre sus dedos.
Los aldeanos que acompañaban al líder intercambiaron miradas de estupefacción.
Os ofrezco la salvación, extranjero continuó el veterano con un suspiro. Nada bueno os espera más allá de esos riscos. La maldad de los seguidores de la bestia ha despertado y nada los podrá detener. 
Mi destino está en manos de los dioses, buen hombre replicó el hachero, alzándose de hombros. Al fondo, la columna se movía con dificultad debido a un carromato que no conseguía librar el estrecho recodo.
¡Habéis perdido el juicio!…espetó el anciano, impresionado.
Tal vez dijo. Pero continuaré de todos modos.
Nada puedo hacer para ayudaros entonces afirmó el aludido, sacudiendo la cabeza.
Argoth no respondió, se limitó a beber otro trago de agua.
Los orientales continuaron su camino, impresionados por la decisión del forastero. De pronto, se detuvieron y el líder se volvió hacia el portador del hacha.
El único consejo que os puedo dar dijo con aire sombrío, es que os mantengáis alejado de la torre negra.Luego de estas palabras los cuatro orientales se mezclaron con la masa que se apretujaba en el camino, tratando de escapar de los demonios de la montaña.  



 III
 Destino incierto

Después de algunas clepsidras, la intensa canícula cedió ante la súbita corriente que aullaba a través de los peñascos, como si se tratase de un coro de seres sobrenaturales que advirtieran a Argoth sobre el peligro que se cernía sobre él. Pero el portador del hacha apresuraba la marcha, abrigándose en una piel de lobo para evitar la gelidez que arrastraba la brisa. La cabeza de la segur asomaba por encima de su hombro, emitiendo un intenso fulgor azulado al ser acariciada por el astro rey. Los dedos se aferraban con decisión a los cantos de la peña y las robustas piernas buscaban cualquier cavidad que ofreciera seguridad en su empeño por continuar. Mientras recorría aquel abrupto camino, Argoth el errante se dejaba llevar por una ira silenciosa que cobraba vigor en su interior. Recordaba la advertencia del anciano, pero no tenía ninguna intención de evitar aquella torre. Por el contrario, su meta era alcanzarla y averiguar qué horrores ocultaban aquellos muros. Una fuerza primigenia guiaba sus pasos, opacando las suplicas del sentido común que le rogaba abandonar esa locura.
Después de un buen trecho avanzando sin cesar, el guerrero se detuvo cerca de una pendiente que dominaba varios estadios a la redonda. Bebió un poco de orujo y permitió que sus ateridos músculos pudieran descansar. El viento batía los bordes del pellejo que le protegía del inclemente frío. Allí, en aquella inmensidad escabrosa, se sentía como el último ser de la creación. Una profunda desolación le invadió en aquellos instantes. Una sensación de soledad que le hizo encoger el corazón. Recorrió con la vista aquel territorio y un escalofrío le lamió la espalda al comprender que un horror invisible infectaba todo aquello. Por unos latidos, el desasosiego hizo presa de su voluntad, instándole a regresar, a buscar la seguridad del valle y alejarse de la maldad que latía tras cada piedra y arbusto reseco. Pero no, la templanza de su espíritu, forjada en la comunión con el arma que portaba, se lo impidió. Respiró el aire frío y cerró los ojos en busca de sosiego.
Al despertar, la batalla entre la luz y la oscuridad comenzaba a librarse en los cielos. Los jirones carmesíes comenzaban a ceder ante el empuje de la penumbra. Fue entonces cuando los ojos del guerrero percibieron las formas de un poblado a medio estadio de allí. Lo examinó con detenimiento y sospechó que se trataba del villorrio atacado la noche anterior.
Tras alcanzar un primitivo sendero, buscó las sombras del atardecer para acercarse con sigilo a la aldea. Se deslizó como un gato montés a través de las primeras chozas, sin apartar la atención de los recovecos y puntos oscuros que podrían ocultar una hoja traicionera, aferrando el hacha con determinación. Sentía la sangre batiendo sus sienes en medio de aquel conmovedor silencio. Acurrucado en el fondo de una de las cabañas, contempló los cuerpos sin vida apilados en el centro de la plaza. Sin duda se trataba de los aldeanos que intentaron resistir el embate de los atacantes.
Con ardor elevó una plegaría al dios de los guerreros, jurando vengar a aquellos desdichados.
De repente sus músculos se tensaron y los dedos se cerraron como cepos en torno al arma. Unos pasos hacían eco en medio de las tinieblas reinantes. El hachero esperó en silencio, presto para enfrentar cualquier amenaza. Los pasos cobraron fuerza y una figura solitaria se detuvo enfrente de los despojos de los aldeanos. Después de unos momentos que se hicieron eternos, las pisadas se alejaron con premura en dirección contraria.
Argoth asomó la cabeza con precaución y percibió la sombra que se perdía en el interior de una de las isbas más alejadas. Un grito ahogado rompió el tenebroso mutismo que envolvía el poblado. Un clamor desgarrador, cargado de locura y aflicción.
El hachero ingresó en la penumbra de aquella humilde choza y se topó con una escena escalofriante. El cuerpo degollado de una mujer yacía sobre un charco oscuro. El horror reflejado en aquellos ojos sin vida le hizo estremecer. Arrodillado enfrente del cadáver, se hallaba un hombre de contextura mediana y brazos nervudos. Sollozaba y repetía una retahíla oriental que Argoth no podía comprender, mientras se cubría el rostro con las palmas.
De pronto, se volvió enloquecido y fulminó al recién llegado con una mirada cargada de sufrimiento. Si no hubiese sido por la experiencia que tenía encima, Argoth no habría evitado el filo asesino que por poco le cercena la traquea. Con una velocidad increíble, el aldeano saltó  blandiendo un cuchillo curvo. El guerrero fintó hacia la izquierda y le golpeó el abdomen con el mango de la segur. El sujeto se dobló en un rictus de dolor, pero antes de que pudiera recobrarse, su rival le barrió las piernas y le hizo caer de espaldas sobre el despojo de la mujer.
Desarmado e impotente, le dedicó un gesto altivo al titán de cabello negro y ojos de hielo que le contemplaba con dureza. Su vista se desvió con espanto hacia el extraño fulgor que emitía el acero que portaba entre los dedos.
¡Acabad con este suplicio de una vez por todas!gimió en el mismo dialecto de los hombres de la aldea. Me habéis arrancado todo lo que tenía en la vida… ¡Terminad vuestra infame labor!
El portador del hacha le contempló por unos latidos. Una sombra inquietante cruzaba aquellos rasgos afilados.
La ira os nubla la razón aseguró en la misma lengua. No soy el culpable de esta carnicería.
En los ojos rasgados del aldeano resplandeció un trazo de incertidumbre. Titubeó al notar cómo aquel forastero extendía la mano para ayudarle a erguirse. 
Con recelo se puso en pie y le estudió con una mezcla de precaución y curiosidad.
¿Entonces, quién sois?inquirió, sin ocultar el dolor que le provocaba el cuerpo que yacía en medio de la estancia.
Soy el hombre que busca el origen de esta maldad.
Esta afirmación dejó perplejo al oriental. Aquel extranjero no podía estar en sus cabales. En ese instante reparó con angustia en algo que había olvidado por completo.
¡Mis hijos!gimió, llevándose las manos a la cabeza ¿Dónde están mis retoños?
Ellos los tomaron exclamó Argoth en tono sombrío. Los demonios de la montaña.
El oriental parpadeó estupefacto, mientras la piel de su rostro se tornaba cenicienta.
No…masculló. No puede ser… hemos perdido el favor de los dioses.Se volvió hacia el bulto inerte y lo contempló por largo rato.
Argoth abandonó la cabaña, imaginando que aquel miserable había perdido totalmente la razón. Se dejó caer sobre una roca y centró la mirada en las estrellas que tachonaban el firmamento, tratando de entender cómo aquel mal anidaba en medio de la paz que le rodeaba. Contempló los visos azulados de la cabeza de la segur y una inquietante placidez llenó su corazón. En ese instante comprendió que con aquella arma podría enfrentar cualquier obstáculo que se le cruzara en el camino. La incertidumbre que le acosaba se disolvió bajo el embriagador fulgor del acero.
Levantó la vista al advertir la presencia del aldeano enfrente de él. Tenía el torso amplio y sus extremidades nervudas daban idea de su labor en aquella agreste tierra.
Os guiaré a través del sendero prohibido exclamó con tristeza. Sus ojos refulgían con furia y determinación.
Argoth le miró con detenimiento. Sus rasgos se perfilaban con agudeza bajo el pálido reflejo de la noche.
Nos espera un destino incierto replicó sin apartar la atención de la abatida expresión del oriental. Aún podéis salvaros si volvéis vuestros pasos hacia el oeste. 
El sujeto soltó un leve suspiro y volvió la atención hacia las montañas que se dibujaban como manchas en medio de las tinieblas.
Mi vida se extinguió en el momento en que esos bastardos acabaron con mi mujer reflexionó con frustración. Contempló al guerrero con intensidad y se mordió los labios. Y si abandono a mis hijos no merezco seguir en este mundo.
Argoth respiró profundamente y luego le arrojó un trozo de la  carne seca que cargaba en su petate.
Si esa es vuestra voluntad, no soy nadie para impedíroslo dijo tras beber un largo trago de la pelliza.
Os llevaré hasta la torre negra así me cueste la vida aseguró el aldeano con firmeza. 



IV
 La senda prohibida

El hombre, quien decía llamarse Yang, le guió a través de un sendero apenas perceptible en medio de los peñascos. Aquella vía no era más que un camino de cabras, plagado de arbustos resecos y recodos que desembocaban en pavorosos barrancos. Argoth comprendió que sin la ayuda de aquel individuo tal vez hubiese terminado destrozado contra las rocas en el fondo del abismo.
Las huellas de actividad humana eran apenas perceptibles en medio de la abrumadora inmensidad que los envolvía. Avanzaban con premura, deteniéndose tan sólo para recuperar fuerzas y alimentarse. En aquellas ocasiones, Argoth pudo intercambiar algunas palabras con aquel atormentando sujeto. Así descubrió que los lugareños habían pervivido por siglos con aquel terror silencioso que apenas se mencionaba. De cuando en cuando desaparecía un rapaz de alguna aldea. Aunque todos sospechaban el terrible fin de aquellos desgraciados, consideraban esto como un tributo a los temibles amos de la montaña. Pero desde hacía algún tiempo las cosas habían ido empeorando y el número de desaparecidos aumentaba de forma alarmante. El ataque en contra de la villa de Yang había marcado el punto culminante de aquella angustiante situación.
El día había dado paso a la noche y al frío. Los aventureros buscaron refugio en una gruta a pocos pasos de la cima y se sumieron en una incómoda duermevela. Percibían la creciente fuerza del mal a medida que se adentraban en aquel terreno maldito, en la forma de un desasosiego inexplicable que amenazaba con hacerles perder la cordura.
Al amanecer los ojos del guerrero se clavaron en la extraña construcción que se perfilaba a través de la bruma. Se estremeció al advertir aquel monumento a la malignidad. Se trataba de una mole de varios niveles que se iban reduciendo a medida que se acercaban a la cima. Una aguja sobresalía en la cúspide y desaparecía en medio de las nubes bajas. Todo en aquella abominación exudaba decadencia y corrupción. Argoth sintió de inmediato el tibio roce de la hoja a sus espaldas. El metal negro se removía como la espuma sobre las olas del océano. Sin duda los extraños poderes de la segur habían detectado el mal que emitía aquel edificio.
Argoth se volvió y advirtió el pánico que desencajaba la expresión de su acompañante.
Por todos los dioses del cielo y de la tierra…murmuró el oriental, haciendo un curioso gesto con sus dedos nudosos, tratando de alejar aquel mal. Nunca había estado tan cerca.
No tenéis que venir conmigo dijo con calma el hachero, sin volver la vista. Habéis cumplido con vuestra parte del trato. Me habéis traído hasta la torre negra.
Yang le miró con vigor. El guerrero creyó ver un destello de alivio en sus ojos rasgados. De pronto aquel gesto se vio ensombrecido por un tinte de vergüenza al agachar la cabeza.
No respondió con entereza. Mis hijos pueden estar allí adentro. Os acompañaré hasta el mismísimo infierno si es necesario. 
Una sonrisa amarga le dio vida al rostro de piedra del portador del hacha.
Entonces debemos ponernos en marcha exclamó. Aún estamos a varios estadios de distancia.

Después de varias clepsidras, alcanzaron su objetivo. El sol comenzaba su movimiento descendente y el frío cobraba cada vez más fuerza.
Yang permanecía resguardado bajo un espeso roquedal. Un sudor gélido se le acumulaba en el surco lumbar. Sin apartar la vista de los alrededores, acariciaba con ansiedad el cuchillo que apretaba entre los dedos. Desde allí, la visión de aquella mole granítica era en verdad aterradora. El aldeano trató de vislumbrar alguna puerta o acceso, pero nada parecido se apreciaba en la superficie rugosa y repleta de escalofriantes relieves de la base del edificio. 
Su corazón dio un vuelco al advertir la sombra que reptaba con agilidad entre los escollos. No obstante los fieros rasgos de Argoth se materializaron en medio de la penumbra, aliviando su temor. El hachero dibujó un gesto desconcertante y arrebató la pelliza de manos del oriental. Después de beber un buen trago, vertió un poco sobre su rostro sudoroso.
—¡Por el mismo señor de la Forja! renegó con frustración—. No hay hojas, ni siquiera una condenada tronera para ingresar a ese lugar. En verdad creo que son demonios los que allí habitan culminó con impotencia.
Yang no pudo evitar un escalofrío al escucharle. Le echó un vistazo a la torre y decenas de pensamientos sombríos le arrancaron el aliento.
¿Ahora qué haremos?inquirió con voz queda.
Argoth frunció el ceño mientras se arropaba en la piel de lobo.
Si los dioses nos han traído hasta este maldito lugar, sin duda encontrarán la forma de hacernos entrar.
Yang no respondió. Su fe en los dioses había terminado al encontrar el cuerpo degollado de su mujer.


V
 Sombras al atardecer

La frustración de Argoth y su acompañante iba en aumento. Después de medio día revisando cada palmo de la edificación, no habían podido encontrar la manera de acceder al interior. El hachero ardía de impotencia al tiempo que la idea del fracaso comenzaba a infectarle la voluntad.
Agazapados cerca de un cascajar, contemplaban con resignación cómo las sombras del atardecer se reflejaban en la piedra oscura del baluarte. El  viento rugía con fuerza y un cúmulo grisáceo espesaba poco a poco el firmamento.
De pronto los ojos de Yang se abrieron como platos y sus dedos se cerraron con intensidad sobre el hombro del hachero.
Escuchad… murmuró, tratando de encontrar el origen del esquivo rumor.
Argoth frunció los labios y prestó atención a los ruidos que arrastraba la corriente. Entonces un sonido ahogado comenzó a cobrar cada vez más vigor. Era un crujido lento y sostenido que rompía con el melancólico mutismo de aquel solitario peñasco.
Con un ademán, el guerrero le indicó al oriental que le siguiera. Rodearon la torre y advirtieron un estrecho sendero que ascendía desde el este. El corazón de Argoth comenzó a latir con fuerza al vislumbrar las formas que se insinuaban por encima de la penumbra. Pegaron el pecho a tierra y contemplaron aquel extraño espectáculo.
Varios hombres, cubiertos con capuchas negras, escoltaban un carromato cubierto con lona embreada. Tiraban con esfuerzo de dos acémilas que se negaban a continuar por la escabrosa  senda.
Argoth comprendió que esta era la oportunidad que estaba esperando. Después de todo, los dioses no le habían olvidado.
Sin decir palabra, avanzaron a través de los escollos hasta la retaguardia del cortejo. El hachero aguardó a que cruzara el grueso de la comitiva, buscando el momento indicado para caer sobre algún rezagado. No tuvo que esperar mucho. Tres sujetos ascendían con dificultad, arrastrando una mula. El guerrero podía escuchar las imprecaciones que soltaban sobre la porfiada bestia. 
Con el sigilo de un felino, el portador del hacha se arrojó sobre ellos. Un cráneo crujió de manera espantosa cuando el mango de la segur cayó con aterradora potencia. El segundo intentó gritar, pero el golpe del acero le abrió el pecho en canal antes de que pudiese pronunciar palabra. Se desplomó en medio de sus propias vísceras. El último apenas pudo correr unos pasos antes de que el cuchillo de Yang se le clavara en la espalda. Los ojos del aldeano refulgían enloquecidos, ansiosos de venganza. Cayó sobre aquel infeliz y le remató de un tajo en el gaznate.
Sin perder tiempo, arrastraron aquellos cadáveres hasta el abismo, no sin antes despojarlos de las túnicas en mejor estado.
Cubiertos con aquellos harapos nauseabundos, alcanzaron la comitiva que ya se detenía en los linderos de la torre. Esperaban pasar desapercibidos en medio de la noche cerrada que se apoderaba del lugar. Uno de los sujetos embozados hizo sonar un cuerno que hizo eco en los fríos muros que les rodeaban.
Entonces un crepitar hizo temblar el suelo bajo sus pies. Un terror primigenio ensombreció el corazón del hachero al imaginar que se trataba de un terremoto. No obstante sus ojos se abrieron de par en par al advertir cómo la parte frontal de la inmensa estructura se abría como una boca de lobo, produciendo un estruendo que le heló la sangre. En el lugar donde antes había una sólida pared labrada, se hallaba el umbral que tanto habían buscado.
Lo primero que sintieron al poner pie en el interior del fortín, fue un hedor impresionante. Una pestilencia que hizo recular a las bestias que arrastraban el carromato. Los sujetos que encabezaban la procesión tuvieron que hacer un esfuerzo titánico para obligarlas a continuar. Mientras tanto, al percibir el calor del hacha sobre la espalda, Argoth confirmaba sus peores temores acerca de la maldad que anidaba en aquel cubil.
Al recorrer un pasaje empedrado plagado de antorchas, el guerrero estudió los horrendos grabados que inundaban las paredes. Imágenes de bestias milenarias que reinaban sin rival sobre los hombres postrados a sus pies. Trató de imaginar un mundo semejante y una punzada de horror le revolvió las entrañas. Ahora sentía aquella malignidad a flor de piel. Se trataba de un poder incontenible que le erizaba cada vello del cuerpo. Elevó una plegaria a Ariestes para que alejara aquella abrumadora sensación que le nublaba la mente. En medio de la zozobra que le consumía, se aferró al  palpitante calor del hacha como tabla de salvación. De pronto un poder sobrehumano le envolvió, difuminando cualquier temor o vacilación. Sus rasgos dibujaron un extraño gesto mientras continuaba hacia las entrañas de aquella madriguera.
A medida que se adentraban en el corazón de la torre, enfilaron por un pasaje circular que parecía no tener fin. La inquietante pestilencia parecía emanar de los mismos muros como un efluvio infernal que se pegaba a la carne y viciaba la respiración. Luego de doblar un recodo fueron cegados por un haz blanquecino que les develó el centro del edificio. Una oquedad en lo alto permitía el acceso del espejismo lunar en la forma de una columna fantasmagórica. Argoth contempló con cautela las escalinatas que circundaban las paredes del fortín. El fulgor de cientos de antorchas apenas conseguía arrebatar un poco de luz a las tinieblas perpetuas que dominaban aquel sitio. El hachero se estremeció al notar los nichos que llenaban los muros, como si se tratase de un gigantesco panal. Todo en aquel lugar era espeluznante y antinatural.
Entonces sus oídos detectaron los leves lamentos que surgían del interior del carro. Intercambió una mirada fugaz con Yang y se acercaron con sigilo. Impresionados, descubrieron un grupo de críos macilentos que les contemplaron con espanto. El oriental soltó una imprecación y se dispuso a liberarlos, pero la mano de Argoth se lo impidió. Los ojos del hachero refulgieron con firmeza, indicándole que no era el momento apropiado.
En ese momento varios sujetos se acercaron al armatoste y ambos se alejaron con discreción. Los pequeños comenzaron a sollozar desesperados mientras eran arrastrados sin contemplaciones por aquellos individuos de túnica negra.
El hachero le indicó a su compañero que los siguiera. Yang asintió y se acomodó la capucha al cruzar cerca de las teas que ardían en el muro. Varios sujetos, ataviados con andrajos y con marcas de cadenas en los tobillos,  comenzaron a descargar los bultos que traía el carromato. Sin duda la rapiña obtenida en las aldeas atacadas. Tres encapuchados vigilaban con atención aquella labor, armados con espadas cortas. Argoth imaginó que aquellos miserables se hallaban allí en contra de su voluntad. Tal vez esto le sería de utilidad más adelante.
Con sigilo descargó el hacha que ocultaba entre la carga del animal, y buscó la penumbra de los muros para pasar desapercibido.
No tardó mucho en toparse con un corredor adyacente. Aquí el hedor era más acuciante. Con esfuerzo controló las náuseas que le provocaba aquella pestilencia y continuó. Mientras se movía en medio de aquella asfixiante oscuridad, escuchaba conmovedores ecos que no podía identificar.  En ocasiones parecían gritos de dolor y en otras el clamor de una bestia horripilante. Estaba sumido en estas reflexiones, cuando sus ojos fueron golpeados por un haz de luz. Era apenas una leve iridiscencia pero fue suficiente para guiar sus pasos.  Asomó la cabeza por la amplia oquedad y advirtió un pozo circular rodeado de gradas. El destello lunar ingresaba a través de una bóveda en lo alto de la torre, sumiendo todo aquello en una bruma de irrealidad. Sus ojos se posaron entonces en los bultos que destacaban en la parte superior de aquel curioso recinto.
Intrigado, examinó los alrededores y descubrió unas rudimentarias escaleras talladas en la piedra. Con sumo cuidado se deslizó a través de ellas y no tardó mucho en alcanzar el anfiteatro. Su corazón latió con fuerza al advertir la monserga que repetían los sujetos apiñados en las gradas. Eran apenas una docena, pero el eco de sus voces se multiplicaba en las amplias paredes. Contempló la cabeza de la segur y quedó impresionado por el calor que emitían los símbolos grabados en ella. Sin duda se hallaba en el meollo de aquella perversidad. Respiró el aire cargado y repitió una plegaria silenciosa, sin apartar la mirada de las figuras que gesticulaban en lo alto de las gradas.
Entonces quedó paralizado al notar las siluetas que cobraban forma cerca de los braseros. Dos sujetos embozados arrastraban a un jovenzuelo que se debatía inútilmente. Argoth se pegó al muro y los siguió con la vista mientras se acercaban al grupo principal. Una sensación alarmante le revolvió las entrañas al sospechar lo peor. Tomó una bocanada de aire turbio y avanzó con decisión. Pero antes de que pudiese poner pie en la empinada escalinata, el sujeto que parecía liderar aquella turba arrojó al muchacho al fondo de la poza. El alarido de aquel miserable se vio opacado por los vítores jubilosos de los esbirros de la oscuridad.
De pronto aquella algarabía se vio interrumpida por un rugido espantoso que despertó los terrores más profundos que albergaba el hachero. Un sonido  aún más espeluznante consiguió opacar aquel clamor al escucharse el eco de los huesos quebrados y la carne desgarrada. Paralizado por un profundo miedo, tuvo que apelar a la furia que le quemaba las venas para no perder la cordura.


VI
 En las entrañas de infierno

El hachero consiguió romper la bruma de terror que le enceguecía antes de arrojarse sobre aquellos degenerados. Los primeros no pudieron reaccionar ante la brutal acometida. Antes de advertir el peligro que se cernía sobre ellos, no eran más que jirones ensangrentados apenas reconocibles. El olor metálico de la sangre se mezcló con la pestilencia que flotaba por doquier. Otros dos encapuchados intentaron alcanzar las puertas, pero el filo anhelante del Hacha Negra los desmembró sin contemplaciones. Uno cayó de rodillas, aullando de dolor y aferrando el guiñapo que antes era su brazo izquierdo. Un segundo golpe que le arrancó la cabeza terminó con aquel sufrimiento. Tras enfilar hacia lo alto de la tribuna, Argoth aplastó el cráneo del moribundo que se arrastraba a sus pies. Abajo, la bestia que yacía en el pozo soltó un alarido que removió los muros, como si compartiera la ira de sus adoradores al notar la presencia de aquel impío en su santuario. Los restantes se apiñaron como alimañas en la parte superior, blandiendo cuchillos curvos que refulgieron débilmente bajo la luz de la luna. Argoth, cubierto de sangre y embutido en una cota escamada, era la misma encarnación de la muerte. Sus ojos grises destellaban como hielo ardiente. Tres hombres le hicieron frente. Aunque eran altos y robustos, se movían con torpeza. Uno intentó sajar el rostro del hachero, más con ardor que con técnica, y recibió un golpe seco en el estómago. Una expresión pavorosa se dibujó en aquel semblante ceniciento cuando comprendió el destino que le esperaba. Su rival le hizo perder el equilibrio y el sujeto se precipitó a la poza en medio de un grito desgarrador. La bestia aulló de placer mientras despedazaba la carne de aquel miserable.
Argoth se desentendió del espeluznante sonido y arremetió contra los vacilantes sujetos que le cerraban el paso. La segur se movió de un lado para otro, con espantosa precisión. El más cercano rodó por los escalones, partido a la altura de la cintura. El hachero continuó, su rostro convertido en una masa pétrea. La sangre parecía latir sobre la endemoniada cabeza del hacha. El enemigo restante palideció al advertir el brutal destino de sus compañeros. Se dio la vuelta para escapar de allí, pero antes de que pudiese dar un solo paso, el filo le rasgó la espalda, destrozándole la columna vertebral.
De allí en adelante todo degeneró en una carnicería, en un apetito de venganza sin parangón. Mientras vaciaba entrañas y mutilaba de manera inmisericorde, Argoth recordaba a las madres devastadas que rogaban por sus hijos y al pobre diablo que acababa de ser arrojado al cubil de la bestia.
No habría piedad para aquellos asesinos de niños. Tan sólo el filo del Hacha Negra conseguiría redimir sus pecados, convirtiendo la muerte en el único pago posible. 
Un hombre de ojos hundidos se postró en medio de la tribuna, suplicante. Argoth vaciló por un latido, la sangre tibia de sus víctimas le daba un aspecto demencial. El hachero dejó caer el filo sin contemplaciones y terminó con los ruegos de aquel miserable.
Entonces volvió la mirada y el único rumor que podía escucharse era el salvaje palpitar en sus sienes. Respiró con dificultad y contempló la devastadora escena que le rodeaba. Cuerpos esparcidos y restos irreconocibles llenaban el lugar. Un charco oscuro rodaba por las graderías, manchando todo alrededor. Abajo, la bestia rugía, excitada por el hedor de la sangre fresca.
De pronto sus ojos se fijaron en un leve resplandor a pocos pasos de allí. De manera instintiva saltó hacia delante, empuñando el letal filo entre los dedos. Quedó sin aliento al descubrir a un sujeto de ojos mezquinos aferrando a una chiquilla que se debatía con desesperación entre sus zarpas huesudas. Una sonrisa atroz se dibujó en aquel semblante amarillento.
El hachero se dispuso a avanzar,  pero una daga afiliada se materializó entre los dedos del servidor de la bestia.
¡Avanzad un solo paso y ella muere!exclamó con voz gangosa en una jerga similar a la utilizada por los aldeanos. Habéis mancillado el altar  de nuestro dios, extranjero prosiguió, apretando el filo de la hoja contra el pecho de la aterrada cría ¡Pagareis por vuestra herejía!
Argoth notó el medallón dorado que se insinuaba a través de la túnica. Una cabeza reptiliana con un rubí en el centro. Sin duda aquel degenerado era uno de los líderes del infame culto.
Si queréis tanto a vuestro dios dijo, acercándose con lentitud Os puedo enviar con él ahora mismo.
El hombre dibujó un gesto desesperado y echó un rápido vistazo al pozo. Volvió la mirada y se limpió el sudor que le escocía los ojos. Con ansiedad tiró de la niña mientras buscaba una forma de escapar. En medio de la angustia comprendía que lo único que le separaba de la muerte era aquella rapaz. Entonces una mueca siniestra enmarcó sus rasgos huesudos. Acercó a la pequeña al borde y percibió la tensión que asomaba en el rostro del guerrero.
La cría aulló de dolor cuando sus pies quedaron suspendidos en el aire. El servidor de la bestia soltó una carcajada y fulminó a Argoth con una mirada altiva.
Esta mocosa tendrá el honor de servir a nuestro dios aseguró con sorna. Un fulgor inhumano asomó en aquellos ojos rasgados.
El hachero vaciló, la impotencia y la furia se fundían en su mirada.
Avanzó un paso, el filo azulado refulgió al ser acariciado por el tubo de luz que manaba de la cúpula. Un horror extraño asomó en la mirada del sacerdote al advertir las runas que parecían navegar en aquel metal oscuro. Reculó para luego dejar caer a la niña y correr en dirección contraria, como alma que lleva el diablo.
¡No!el grito de Argoth se mezcló con el lamento de la pequeña al caer al vacío.
Sin pensarlo siquiera, el hachero saltó hacia la boca del infierno. Rodó sobre una superficie adoquinada, sintiendo la fuerza de aquel impacto sobre las rótulas. Se irguió de manera instintiva, temeroso de haber sufrido un daño irreparable. No obstante respiró aliviado al comprender que tan sólo contaba con algunas laceraciones sin importancia. A vista de pájaro, calculó que aquella fosa tenía unos cincuenta pasos de ancho por cien de largo. Quedó helado al notar los restos amontonados alrededor. Huesos quebrados y jirones podridos se apreciaban por doquier. Aquí el hedor era impresionante. Argoth tuvo que hacer un gran esfuerzo para soportar aquel efluvio que agolpaba la bilis en su garganta. De repente sus músculos se tensaron al percibir el pesado roce sobre el firme. Con el corazón batiendo enloquecido, trató de vislumbrar algo en medio de  la penumbra malsana que le rodeaba. Escuchó el sollozo de la niña y corrió en aquella dirección.
Entonces le vio. La misma encarnación del demonio.
Allí, a tan sólo unos pasos de la indefensa cría, unos ojos bestiales refulgían en la oscuridad. Unos orbes  despiadados que consiguieron paralizar la voluntad del guerrero. La abominación avanzaba con lentitud hacia la pequeña, produciendo un inquietante silbido al respirar.
Argoth luchó con denuedo en contra del miedo cerval que le impedía mover las piernas. Furioso, dejó escapar un potente alarido que se multiplicó en las paredes de la fosa. La bestia se volvió, sorprendida al descubrir la presencia del guerrero. Los belfos se echaron hacia atrás exhibiendo una ristra de colmillos espeluznantes, mientras las pupilas amarillentas se tornaron en pequeñas rendijas. Rugió con altivez, golpeando el rostro del hachero con un aliento putrefacto.
Argoth aguantó la respiración al verle con claridad. Era tan alto como cuatro hombres y aguantaba su peso sobre dos extremidades nervudas, rematadas por tres garras afiladas. Dos apéndices atrofiados sobresalían sobre un torso escamado que producía destellos de plata al ser tocado por la escasa luz que alcanzaba al pozo. No obstante, la voluminosa cabeza acorazada parecía ser la principal arma de aquel engendro infernal.  Los dientes refulgían como hojas punzantes, al prepararse para saltar sobre el intruso.
Sin embargo un impulso instintivo le obligó a refrenarse al percibir la hoja que brillaba en manos de su nueva presa. La bestia titubeó por unos latidos, el tiempo suficiente para que Argoth consiguiera controlar sus emociones. El portador del hacha se hizo a un lado, justo cuando todo el peso del engendro hacía temblar el suelo a sus pies, destrozando el adoquinado donde se hallaba  momentos antes. El bruto rugió enloquecido al ver al humano cargando a la niña con presteza. Arremetió de nuevo, pero la presa rodó hábilmente bajo su monstruoso corpachón. No obstante, Argoth comprendía que aquel juego del gato y el ratón no duraría por siempre. Desesperado, trató de ocultar a la cría en una pila de huesos. Llamó la atención de la criatura y evadió otra embestida, mientras buscaba con angustia la manera de escapar de aquella trampa mortal. 
Entonces una algarabía en la boca del pozo atrajo su atención.  Apenas podía discernir aquellas formas en medio de la penumbra. Siluetas difusas que gesticulaban y gritaban en una lengua que no podía comprender. Espantado, imaginó que terminaría sus días devorado por aquella abominación. No tenía la manera de saber que su ataque a los adoradores de la bestia había desencadenado un violento alzamiento entre los esclavos.
Un grito de horror llenó sus oídos. Se giró y descubrió un cuerpo debatiéndose sobre el firme. Lo único que podía distinguir eran los harapos negros que portaba aquel desdichado. Un temor innombrable le invadió al ver cómo el inmenso reptil saltaba sobre aquel sujeto, rasgándole la carne y reventándole la osamenta hasta convertirlo en un guiñapo sanguinolento. Un clamor jubiloso emanó de los hombres amontonados en las tribunas. Al advertir la celebración de los antiguos esclavos el hachero comprendió lo que estaba sucediendo. No hubo misericordia. Los asesinos de niños fueron arrojados para servir como alimento a la bestia que con tanto fervor habían adorado.
Abajo, el monstruoso reptil se sumía en una orgía de sangre, cazando como ratas a los miserables que aún podían moverse. Argoth aprovechó aquel momento para tomar a la cría y tratar de buscar una salida.
Entonces un rostro conocido se cruzó en su camino. Los rasgos consumidos del sacerdote estaban desfigurados en una máscara de profundo espanto y la sangre manaba a borbotones de un feo corte en la frente. Al ver al hachero, palideció aún más e intentó correr en dirección contraria. Argoth se disponía a terminar de una vez por todas con aquel mal nacido, pero la bestia se le adelantó. Un alarido de intenso sufrimiento se alzó por encima de las risas desenfrenadas de los siervos. La colosal extremidad del saurio cayó sobre aquel miserable, astillándole la pelvis. Unos ojos inyectados de profundo horror  fue lo último que Argoth pudo ver antes de que las mandíbulas, erizadas de picas aguzadas, destrozaran lo que quedaba del servidor de la oscuridad.
En medio de aquel espanto que apenas podía asimilar, el guerrero creyó escuchar  el eco de su nombre. Se volvió hacia la boca del pozo y distinguió una figura que trataba de llamar su atención con desesperación. Una punzada de alivio le devolvió las esperanzas. Yang, acompañado de varios sujetos, arrojaban una escalera rudimentaria a pocos pasos de allí. Sin perder tiempo, y con la rapaz apretada contra el pecho, enfiló hacia la única posibilidad de salvación.
¡Tomadla!exclamó angustiado, entregándole la cría a un individuo de rostro cicatrizado que pendía de la escalerilla de cáñamo. Éste atrapó a la niña, para luego entregarla a Yang en las tribunas.
Entonces, el sujeto que colgaba de los peldaños dejó escapar un grito espantoso mientras señalaba hacia la masa de músculos y garras que arremetía contra ellos.
Argoth quedó mudo, un sudor gélido perlaba sus músculos y la adrenalina estaba a punto de estallarle las venas. No tendría tiempo de escapar, debería defenderse o morir destazado.
 La bestia saltó sobre él. Las garras afiladas rechinaron contra la pared, dejando un profundo surco en la piedra. El hachero rodó hacia adelante, la pestilencia cruda del engendro le infectó las fosas nasales. Se volvió de manera mecánica y dejó caer la segur con fuerza contra el talón del reptil. La hoja pareció cobrar vida al sajar aquella piel escamada que parecía impenetrable. El filo mordió los tendones y segó todos los vasos sanguíneos a su paso. Un rugido de furia y dolor acalló la celebración de los esclavos. Todos recularon espantados.
La abominación retrocedió estupefacta, una película de líquido negruzco le bañaba la pierna.
Argoth creyó ver un atisbo de miedo tras aquellas pupilas inhumanas. Sintió el poder del Hacha hormigueando entre los dedos y la confianza apagó los conatos de indecisión que le abrumaban.
La criatura agitó la inmensa cabeza y embistió en medio de un rugido descomunal, cegada por la ira. El hachero permaneció impertérrito,  esperando el embate. El suelo se removía como un barco en medio de una tormenta.
Esta vez la monstruosa testa se adelantó, lanzando una potente dentellada. Argoth fintó hacia la izquierda con agilidad, un clamor surgió de los impotentes testigos que plagaban la tribuna.
El hachero levantó su letal instrumento mientras se desplazaba en dirección contraria. El filo se hincó a la altura de la rodilla y no se detuvo hasta astillar el hueso. El gigantesco reptil cayó en medio de un estruendo monumental que por poco derrumba las paredes. Intentó erguirse pero la extremidad destrozada se lo impedía. Argoth permaneció en silencio, contemplando con admiración los esfuerzos del titán por continuar luchando. La sangre brotaba a borbotones de las terribles heridas, pero insistía en lanzar zarpazos y dentelladas fulminándole con aquellos ojos perversos.
¡Acabad con el demonio, acabadlo!rugían los hombres apretujados en las gradas.
Argoth se vio invadido por una profunda incertidumbre. A pesar de lo ruin de su existencia, aquel animal tal vez sería el último de su especie en pisar la tierra. No era su culpa que aquellos desalmados le hubiesen utilizado para tan macabros fines.
Acabadlo vosotros mismos espetó, levantando el hacha por encima de la cabeza. La sangre de la bestia refulgía sobre el filo azulado.
Trepó por la escalerilla con esfuerzo. Sus músculos ateridos por la cruenta lucha. El firme brazo de Yang le ayudó a librar los últimos peldaños.
Se dejó caer sobre el firme, respirando con dificultad. A pocos pasos de allí, los bramidos del saurio perdían fuerza a medida que las lanzas arrojadas por los vengativos siervos mordían su carne sin piedad.
Tan sólo en aquel instante Argoth reparó en los dos críos que hundían los rostros en las costillas del oriental.
Mis hijos me han devuelto la esperanza afirmó Yang con voz quebrada y ojos enrojecidos. Los dioses os recompensarán, extranjero.
Argoth dibujó un gesto que suavizó sus facciones sudorosas.
Os debo la vida aseguró con un suspiro—. La deuda esta saldada.
Yang contempló la celebración de aquellos hombres desesperados, mientras acariciaba la cabeza de una pequeña regordeta que miraba al hachero con desconfianza.
Nos habéis librado de un mal milenario —aseguró el oriental con vehemencia. No hay manera de pagaros por ello.
El hachero se alzó de hombros. Una mueca de dolor asomó en su mirada.
El único pago que os pido es un buen descanso y un petate repleto para continuar mi camino dijo, apretando los dientes.
Yang sonrió, agitando la cabeza con lentitud. No pudo evitar un estremecimiento al desviar la vista hacia la hoja labrada que el guerrero apretaba en la diestra. La sangre seca parecía fundirse con aquel inquietante metal oscuro, como si se alimentara de la esencia de sus víctimas. Apartó esta inconcebible reflexión antes de contestar.
Lo tendréis, os lo prometo. Eso y mucho más.

FIN. 


2 comentarios:

  1. Leído, un gran relato al más puro estilo Conan el Bárbaro. Argoth es sin duda un guerrero legendario que haría palidecer al mismísimo cimmerio. Me ha encantado las descripciones al estilo "La inquietante pestilencia parecía emanar de los mismos muros como un efluvio infernal que se pegaba a la carne y viciaba la respiración", que meten de lleno al lector en la historia.
    De ahora en adelante me declaro "converso" al culto de Argoth, un saludo.

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  2. Eihir, muchas gracias por tu comentario. Me alegra mucho que te haya gustado el relato. Argoth es un personaje al cual le faltan muchas aventuras por delante.

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