domingo, 6 de enero de 2013

SANGRE VIKINGA


Publicado en Ragnarok No. 3 




“Algunos decían que era un dios, otros afirmaban que se trataba de un demonio, sin embargo lo único cierto era que detrás de sus ojos grises refulgía la furia indomable de un pueblo de titanes, que según decían los eruditos, habitaba al otro lado del gran mar salado…” 

Fragmento de un viejo cantar olmeca.
   

I
LA JOVEN SE APRETÓ DE NUEVO CONTRA la piel nervuda del forastero. Su cuerpo pedía a gritos ser poseída otra vez por aquel semidiós de ojos transparentes y piel cobriza. Por un instante la mirada de ambos se fundió en una extraña comunión que sólo los amantes pueden comprender. Entonces, la moza bajó los ojos, temerosa de que aquel hombre pudiese descubrir en su expresión un atisbo del terrible destino que le esperaba. Sin mediar palabra, esbozó una mueca sugestiva y unió sus ansiosos labios a los de su amante, en un esfuerzo por alejar la sombra de traición que muy pronto mancharía la noche. Sería una pena, de todos los desdichados que habían pasado por su lecho, aquel extranjero era el que más le había impresionado.
Taloc se dejó llevar por aquella piel tibia y sudorosa, mientras una repentina llovizna rompía en el exterior. No obstante algo en el fondo de su pecho latía con fuerza, un extraño sobresalto que sólo ocurría cuando se encontraba en verdadero peligro. ¿Pero qué amenaza podría acecharle en medio de aquella aldea de inofensivos pescadores que le habían ofrecido cobijo?
El roce de la fémina en su entrepierna le hizo olvidar por algunos instantes el eco insistente de su corazón. La abrazó con fuerza, dispuesto a ofrecerle otro momento de pasión. Entonces sus músculos se tensionaron al advertir la súbito refracción que asomó en las negras pupilas de la muchacha. Sin siquiera pensarlo, en un acto reflejo, la aferró de los hombros y la giró con violencia en aquella dirección. El rostro de la mujer se desfiguró en una mueca de dolor y sorpresa, al mismo tiempo que una hoja de obsidiana se le incrustaba en la espalda desnuda. Los ojos rasgados parecieron querer salirse de las orbitas, y de su boca emanó un exangüe suspiro agridulce que marcó el final de sus días. 
Atónito y sorprendido, el forastero se hizo a un lado en el momento justo en que una sombra arrojaba una lanza en su contra. La pica silbó a medio codo de su cabeza. Sin embargo Taloc no había cruzado cientos de leguas de junglas traicioneras y pueblos hostiles, para caer muerto en una vulgar celada en un villorrio de mala muerte. Rodó con agilidad hacia el extremo de la choza y aferró entre sus dedos un hacha de hierro forjado, con extraños caracteres grabados en la hoja.
Ahora sus ojos pudieron identificar al agresor. Se trataba de un hombre que no había visto antes en la aldea. Vestía un taparrabos y tenía el rostro cubierto con una pintura negra que se asemejaba a una calavera. El sujeto dibujó una pavorosa sonrisa que dejó ver una dentadura ennegrecida. En su mirada destellaba un fanatismo salvaje que rayaba en la locura. Taloc se estremeció al descubrir el motivo del malsano gesto de su rival. Otro sujeto, armado con una lanza, acababa de ingresar por la parte posterior, cerrando así cualquier posibilidad de escape. El guerrero le dio una breve ojeada y descubrió que también tenía aquella inquietante máscara pintada sobre el rostro. Pero aquello no tenía la más mínima importancia para Taloc, quien en ese momento debía actuar con rapidez para evitar terminar ensartado en las picas de aquellos mal nacidos. Aunque era consciente de la superioridad de sus armas de hierro, comprendía que se hallaba en franca desventaja en aquel reducido espacio. Completamente desnudo y portando una pequeña hacha de batalla, debería parecer una presa fácil para aquellos depredadores. Y tal como lo sospechaba, esto podría jugar a su favor. Se lanzó hacia el fondo de la estancia, evadiendo la primera acometida del recién llegado. Éste arremetió de nuevo, animado por la presencia de su compañero y la sed de sangre que ardía en aquella mirada enloquecida. Esto era lo que Taloc había estado esperando. Se hizo a un lado antes de que la punta de piedra afilada se hincara en sus riñones, a continuación saltó hacia adelante y, con un enérgico revés, destrozó la parte posterior del cráneo de su agresor con el filo del hacha. Una lluvia de huesos astillados, sangre y materia gris bañó su rostro, convertido ahora en una máscara de gelidez. En ese momento, pudo ver cómo el miedo cobraba forma en el grotesco semblante del que aún quedaba en pie. La sonrisa ennegrecida había desaparecido, dando paso a un rictus de indecisión.
Taloc haló la segur, y ésta abandonó el cuerpo sin vida en medio de un crujido húmedo. El olor de la sangre despertó la ira salvaje de sus antepasados, una furia glacial que se reflejaba en sus ojos de acero. El nativo retrocedió con lentitud, sin apartar la atención de la extraña arma que le había arrebatado la vida a su compañero. Sin reparar sus pasos, tropezó con el cuerpo inerte de la muchacha que yacía en medio de la choza. Trastabilló y, con gran esfuerzo, consiguió mantener la verticalidad, pero esos latidos de vacilación fueron suficientes para que Taloc saltara sobre él como un tigre enfurecido.
El hombre apenas alcanzó a bloquear con el astil el potente golpe del hacha. La madera cedió ante el acero y el anhelante filo se hincó sin piedad casi medio palmo en medio de su frente.
Taloc aspiró el aire cargado de humedad y muerte. Al fondo, el sonido de la tormenta que venía del océano cobraba fuerza, al tiempo que un extraño silencio se alzaba sobre aquel lugar como un manto siniestro. Con la cabeza fría, le dio un último vistazo al cuerpo sin vida de la mujer, y comprendió que todo aquello no había sido más que una vil treta de los aldeanos para acabar con su vida. Aunque no comprendía qué podría haber impulsado a estas gentes a llevar a cabo algo tan perverso, si sabía que tendría que estar muy lejos para cuando descubrieran el macabro regalo que les había dejado por su hospitalidad.
Sin pensarlo dos veces, el forastero limpió la hoja en el taparrabos de uno de los cadáveres, antes de desaparecer en medio de la jungla bajo el amparo de la densa cortina de lluvia que comenzaba a caer con inusitada furia. 
  
II
 EL SOL APENAS SE INSINUABA A TRAVÉS de la apretada cortina arbórea que se levantaba por encima de la selva. Después de la tempestad, un bochorno infernal se elevaba con lentitud en forma de un vapor fétido y malsano. Sin embargo para la ágil figura que se abría paso a través de la espesura, todo aquello parecía no importarle. Se trataba de un hombre joven, con cuerpo nervudo y una larga cabellera oscura y trenzada, que le bajaba por la espalda, hasta casi rozar la cintura. Vestía un pantalón de cuero basto y calzaba unas botas de piel, anudadas hasta las rodillas. Sobre el pecho desnudo destacaba un medallón de plata, labrado con extraños caracteres y rematado en su centro por una piedra amarilla. Aunque tenía la piel cobriza, era más clara que la de los habitantes que poblaban aquellas tierras misteriosas. Tenía un rostro fuerte, con facciones marcadas y pómulos altos, en los que refulgían unos ojos almendrados de color gris acero, del mismo tono que las insólitas armas que pendían de su cinturón de cuero. Un hacha mediana y una faca curva, elaboradas con una técnica milenaria, desconocida en aquellos parajes sumidos en la edad de piedra.
Taloc se detuvo cerca de una centenaria arboleda para recobrar el resuello. No había dejado de avanzar desde la noche anterior, y ahora el hambre y la sed comenzaban a castigar su humanidad. Aspiró el aire caliente y su necesidad de líquido vital se volvió más acuciante. Tomó el odre de cuero que traía consigo y bebió un sorbo que consiguió aplacar aquella agonía. Pasó la lengua por los labios resecos y luego volvió su atención hacia el sendero que había dejado atrás. A pesar del calor reinante, un sudor frío le bajaba por la espalda concentrándose en su surco lumbar. Se recostó en la dura superficie del árbol y sintió como las irregularidades en la corteza se clavaban en su piel. Pero nada de esto tenía importancia para el joven guerrero, ya que toda su atención estaba centrada en el camino que había recorrido sin cesar desde la noche anterior. El recuerdo de la chica y los dos asesinos aún palpitaba en su cerebro, junto con la inquietante posibilidad de que los habitantes de aquel villorrio le estuviesen dando caza. No obstante parecía que todo esto era producto de su febril imaginación, avivada por la adrenalina de la fuga. Taloc no podía siquiera imaginar que aquellos nativos preferirían dejarle escapar, antes de poner un pie en esa jungla cargada de pavorosas leyendas. Pero el forastero no hubiese dudado en hacerlo, así le hubieran advertido acerca de los horrores que podrían surgir en medio de la espesura.  Taloc, a diferencia de los demás, compartía su sangre nativa con la fuerte herencia de su padre. Un titán del norte que había naufragado en aquellas costas, cuando su líder se había aventurado a conquistar nuevas tierras. Pero eso era otra historia, la realidad era que aquel hombre de piel blanca y cabellera rubia, había sido el único superviviente de aquella tragedia. Después de haber perdido toda esperanza de retornar al gélido norte que le había dado vida, se resignó a vivir entre los iroqueses que le habían acogido en su seno. No tardó mucho aquel recio luchador en tomar a una bella nativa como esposa para iniciar una nueva vida. De esta unión nacieron tres vástagos, de los cuales el más parecido a su padre era Taloc, quien heredó su amor por el combate y la conquista. Gracias a ello, el muchacho se convirtió en el favorito de su progenitor, quien no dudó en enseñarle las artes del acero, y algo más importante aún, la cosmogonía de sus ancestros. Los verdaderos dioses que debían regir los destinos de un hombre de verdad, unas deidades diametralmente opuestas a los seres amorfos y oscuros que parecían adorar en aquel salvaje territorio.
Por esta razón, Taloc se hubiera burlado de las advertencias de los nativos, y no hubiese dudado en adentrarse en el corazón de aquella floresta salvaje en busca de aventuras, confiado en que las deidades de sus ancestros le cuidarían la espalda en todo momento, como lo hacían con todos aquellos valientes que se atrevían a enfrentar el destino en busca de gloria y fortuna al otro lado del mar.
El guerrero aferró el talismán que pendía de su cuello y contempló por unos instantes la extraña caligrafía que rodeaba la piedra de ámbar que refulgía con palidez en el centro. Perdió la mirada en las runas, tratando de recordar la plegaría a Odin que éstas significaban. Según su padre, esta oración le había salvado la vida en más de una ocasión. Taloc levantó la mirada y pudo ver entre la espesura dos picos afilados a poco más de diez leguas de allí. Con algo de suerte alcanzaría aquellas cumbres antes del anochecer. Apretó de nuevo el pendiente hasta que sus nudillos se blanquearon, tratando de exprimir algo de la magia que había protegido a su progenitor en el pasado. Sin duda él mismo necesitaría todo el poder de aquellos dioses foráneos para salir airoso de la inclemente selva que amenazaba con devorarle.

La luna creciente se alzaba con un destello lejano ahogado por la espesura. Sin embargo para Taloc aquel lúgubre fulgor que se filtraba a través de las ramas no hacía más que aumentar su incertidumbre, al vislumbrar en él figuras fantasmagóricas que parecían asomar detrás de cada piedra y recodo. Por un momento imaginó que las deidades de su padre estaban probando su valor para ver si era digno de su bendición. Para empeorar la situación, a los chillidos de los monos se sumaba el inquietante rugido de las bestias que acechaban en medio de la penumbra. El mestizo aceleró el paso, a pesar del cansancio que le consumía los músculos y nublaba su mente con temores ancestrales que  tan sólo un hombre primitivo podría comprender. Consciente de la necesidad de un refugio, apeló a los últimos resquicios de  la energía que aún conservaba para tratar de encontrar un lugar seguro donde pasar la noche, mientras los rugidos cada vez más cercanos le aceleraban la sangre en las venas.
Por fin, a lo lejos, la tenue luz plateada de la luna le dio vida a un pequeño riachuelo y, sobre éste, por encima de un roquedal, se insinuaba lo que parecía ser una estrecha gruta. El joven aventurero respiró aliviado, acariciando con respeto reverencial el pendiente de su padre. Tal vez, después de todo, los señores del Valhala le otorgaban su protección.  
Un hedor acre y vetusto flotaba en el interior de la galería. Algo pasable si no fuese por el penetrante olor del guano que se sumaba a todo aquello, haciendo el aire casi irrespirable. No obstante, Taloc pasó esto por alto, ya que con un poco de yesca aquella inmundicia le serviría para hacer una buena lumbre para calentar sus huesos. La extenuación concentrada tras día y medio de marcha a través de la inhóspita floresta, le exigía a gritos un descanso.

Y así lo hizo.

Imágenes de individuos agrestes, con rostros curtidos por el sol y el salitre y armados con largas espadas y hachas de doble filo, tan altas como ellos mismos, poblaron sus sueños. Orgías de sangre y acero, pueblos incendiados y un mar embravecido tan indomable y furioso como aquellos hombres, fue lo último que recordó antes de despertar en medio de las tinieblas.
Tragó en seco y aspiró el aire viciado de la gruta, lo que le hizo recordar donde se encontraba en aquel momento. En medio de la lobreguez, lo único que podían percibir sus sentidos era el suave murmullo del arroyo que discurría debajo de la cueva. Sin embargo otro sonido, casi imperceptible, se sumó al monótono roce del agua contra las rocas. Taloc afiló el oído y trató de identificar aquel inquietante ronroneo. Algo en su interior se oscureció al advertir que se trataba de un gemido… un gemido humano.

  III

A LO LARGO DE SU TRAVESÍA POR parajes desconocidos, el joven guerrero había sido testigo de innumerables crueldades, pero pocas de aquellas atrocidades podían compararse con lo que tenía ante sus ojos en ese instante. Frente a él, bajo la naciente luz del amanecer, se alzaba un gran árbol nudoso, que por su tamaño y grosor, parecía contar con miles de años, o al menos eso pensó Taloc al ver cómo se levantaba como un titán indestructible  por encima de la vegetación reinante. No obstante, aquella visión se vio empañada por el horror silencioso que rodeaba sus portentosas raíces. Allí, a unos pasos del milenario vegetal, se hallaban varios montículos de tierra, algunos derruidos ya por el paso del tiempo, que atestiguaban la barbarie que ensombrecía aquellas tierras. Taloc, sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos, se acercó con cautela a una de aquellas dunas en forma de cono. Apretó la mandíbula al descubrir el macabro trofeo que asomaba por encima de la boca del médano.
Se trataba de una cabeza humana, totalmente despellejada. Lo único que conservaba aún era una larga cabellera negra. Por la  expresión dislocada de la mandíbula, parecía que había fallecido en medio de indecibles sufrimientos. Taloc removió la tierra y el cráneo rodó a sus pies. El mestizo no pudo ocultar su consternación al advertir que el resto del cuerpo de aquel desdichado se hallaba enterrado debajo del montículo y se encontraba en similares condiciones. Era como si hubiesen sido devorados por alguna criatura desconocida.
Paseó la mirada con ansiedad, para descubrir que todas aquellas dunas no eran más que silenciosas tumbas. Una sensación oscura le revolvió las entrañas al tratar de imaginar quién hubiese podido maquinar tal horror. Entonces, sus oídos captaron de nuevo el gemido que le había obligado a abandonar la seguridad de su refugio. De manera inconsciente echó mano del hacha de batalla y enfiló hacia el sitio del cual parecían surgir aquella queja desesperada.    
Saltó con agilidad los nudosos apéndices del titánico árbol, para luego rodear el inmenso tronco. Se detuvo en seco al toparse con nuevo montículo. A diferencia  de los anteriores, éste estaba fresco y una cabeza se revolvía con desesperación en su interior. Taloc titubeó al descubrir la marea roja que envolvía el terraplén y comenzaba a cubrir el cráneo de aquel desdichado, el cual no dejaba de removerse como una bestia enloquecida.
Atónito, intentó buscar una solución antes de que ese pobre miserable sufriera el pavoroso destino de sus antecesores a manos de aquel enjambre de hormigas hambrientas.  
Sin pensarlo dos veces, cortó un trozo de liana reseca y le prendió fuego con la yesca. La acción tardó tan sólo unos latidos, pero los gritos desesperados del hombre lo hicieron parecer una eternidad. Cumplido su cometido, el joven aventurero se lanzó en auxilio del extraño con esta improvisada tea. Los insectos enfurecidos se volvieron en contra de la nueva amenaza que osaba interrumpirles el festín, pero las flamas fueron suficientes para disuadirlas y obligarlas a retirarse hacia la siniestra oscuridad de la jungla.

Por dos días el extraño no dejó de repetir incoherencias en una lengua desconocida para Taloc, a la vez que una insistente fiebre atenazaba su maltrecha humanidad. A pesar de los esfuerzos del forastero para salvarle del  pavoroso ataque de las hormigas, éstas habían conseguido lastimarle con severidad. Tenía el rostro deformado por la hinchazón, hasta el punto de que uno de sus ojos parecía un volcán a punto de explotar. El resto de su cuerpo también presentaba lesiones similares, pero en un grado menos dramático.
A pesar de las terribles laceraciones, Taloc aún podía discernir que se trataba de un hombre de edad mediana, con una constitución física muy similar a la de los pobladores que había visto en la aldea de pescadores. La única diferencia que podía advertir, eran  los misteriosos rombos que tenía tatuados alrededor del cuello. Unas figuras geométricas entrelazadas que llamaron su atención. Al parecer, aquel individuo medio muerto era la única esperanza que tenía para conocer lo que podía esperarle al cruzar los silenciosos picos que se alzaban por encima de la espesura. Por lo que había visto hasta ahora, el panorama no parecía muy halagador. Un hombre cualquiera no hubiese dudado en volver atrás al toparse con un horror como aquel, pero el hambre de aventura que moraba en el corazón de Taloc le impedía hacer tal cosa. Por el contrario, aquel salvaje tormento no había hecho más que aumentar su deseo de internarse en la inhóspita jungla para desentrañar aquel siniestro misterio.
Al amanecer del tercer día, el guerrero despertó sorprendido al ver cómo el hombre que unos días atrás parecía estar al borde la muerte, le contemplaba en silencio desde un rincón de la caverna. Aunque su apariencia física no había mejorado mucho, la fuerza que parecía emanar del único ojo que podía abrir decía lo contrario de su estado anímico. A pesar de la calma que pretendía demostrar, un atisbo de incertidumbre y miedo ensombrecía su ajado aspecto.
Taloc se limitó a buscar algo de comida en su petate de cuero, para ofrecerle al desconocido. Encontró un trozo de pescado seco y un poco de sal que había robado de la aldea. Estiró la mano y lo puso sobre una piedra cerca de las moribundas flamas de la hoguera. El sujeto miró la comida que le ofrecían con suspicacia y luego alzó la mirada hacia su benefactor. Taloc se llevó los dedos a la boca, indicándole que se trataba de alimento, pero el nativo no movió ni un músculo. Su único ojo permanecía clavado sobre el rostro del muchacho, tal vez impresionado por aquel inquietante aspecto y las pupilas grises que destellaban  como gemas en su semblante.
Taloc se alzó de hombros y se dispuso a salir al exterior. El sol ya comenzaba a brillar por encima de las copas de los árboles y quería buscar algo fresco para el almuerzo. Al verle tomar las armas que relucían en un rincón, el nativo se pegó a la pared rocosa con el terror asomando en su maltratado rostro. Al notar el profundo pánico que las hojas de metal le provocaban al extraño, Taloc tuvo la impresión de que éste había visto algo parecido con anterioridad. De inmediato alejó estos pensamientos de la mente, consciente de que nadie en estas tierras podría siquiera imaginar artefactos de esta factura. Aseguró el hacha y el cuchillo al cinturón de cuero, algo que permitió que una expresión de tenso alivio asomara en la cara cicatrizada de su huésped.
A pesar de no conocer muy bien aquellos rudos parajes, el mestizo se las arregló para cazar una curiosa criatura de pelaje grueso y hocico achatado,  muy similar a los jabalíes que pululaban en el lejano norte, las tierras de bosques fríos donde moraba su pueblo. Sin embargo el bravo no pudo evitar comparar a su presa con una rata gigante. Se encontraba en medio de estas cavilaciones, cuando descubrió el reflejo del fuego en el interior de la gruta. Dibujó una leve sonrisa al comprender que su paciente se encontraba mejor de lo que esperaba. Con un poco de suerte, lograría que le indicara una vía segura a través de aquel infierno de verdor que se abría en todas direcciones.
La sorpresa fue mayor al notar que aquel se hallaba en cuclillas enfrente de las flamas, afilando un grueso trozo de madera con bastante energía. Taloc se acomodó a unos pasos del nativo, sin apartar la mano del mango de su cuchillo, prestó a defenderse en caso de ser necesario. A pesar de haber salvado la vida del sujeto, no sabía qué esperar de estas gentes, sobre todo después de la experiencia sufrida en la aldea.
El hombre levantó la cabeza y le miró con atención.
El mestizo le sostuvo la mirada, tratando de discernir qué pensamientos revoloteaban en aquella testa hinchada y repleta de marcas rojizas y negras.
Por fin, después de unos instantes de tensión, el nativo abrió la boca.
Debo agradeceros por haberme salvado la vida exclamó en una lengua muy parecida a la de los pescadores, pero con un acento más marcado. Taloc imaginó que se trataba de un hombre cultivado, ya que la jerigonza usada por los aldeanos no era más que una tosca copia de aquella. Utilizaba palabras cortas y musicales que apenas podía comprender.
El muchacho asintió con lentitud, sin apartar la atención de aquellos labios, en un intento por entender todo lo que trataba de decirle. Ya había sido complicado hacerse entender con los pescadores, para ahora tener que empezar  todo de nuevo.
Por primera vez desde que había recobrado la consciencia, las comisuras de la boca del desconocido se estiraron en algo parecido a una sonrisa. Su semblante se suavizó, revelando unos rasgos nobles, a pesar del terrible aspecto que  provocaba la hinchazón del ojo izquierdo.
Me habéis librado de un final atroz, y por eso os estaré agradecido por siempre  manifestó, recalcando con suavidad cada una de las palabras, para que el extranjero le pudiese comprender.
Taloc esbozó un gesto amable y se llevó la mano al corazón en señal de amistad.
No sé quién seáis, o porqué razón fuisteis condenado a una muerte tan horrenda, pero nadie merece terminar de esa manera exclamó el mestizo con franqueza, en la lengua común de aquella tierra.
El semblante del nativo se sumió entonces en un inquietante silencio, un mutismo sombrío que envolvía el eco de un terrible dolor que exudaba por cada uno de sus poros. El mismo Taloc sintió un escalofrío lamiendo su nuca al tratar de escudriñar en la oscuridad de aquella mirada perdida.
De pronto, el hombre se irguió y encaró al guerrero con frialdad y entereza, a pesar de su lamentable estado.
¡No soy un criminal, extranjero! aseguró en tono de reproche. Yo soy Azquetzan, prelado de B´alam, el dios Jaguar. Dicho esto, el nativo pareció desmoronarse mientras se dejaba caer sobre el suelo rocoso.
¿Qué os ha sucedido entonces? inquirió Taloc con cautela después de unos momentos. Necesitaba conocer los peligros que le podrían esperar más adelante en el camino.
El hombre que se hacía llamar Azquetzan se pasó la mano por el rostro y dejó escapar un sonoro suspiro. Bajo el brillo de la hoguera su sombra parecía estremecerse contra el pabellón de la gruta, al igual que lo hacían en su cabeza las terribles revelaciones que estaba a punto de confesarle a aquel extraño de ojos glaucos y aspecto inquietante.
Taloc permanecía expectante, sin parpadear siquiera.
Lo único que puedo hacer por vos, extranjero, es advertiros que sólo la muerte os espera al cruzar estos parajes. El nativo levantó la mirada y de su rostro surgía un halo de fatalidad. Aceptad este consejo como retribución por haberme salvado la vida. ¡Marchaos, marchaos para siempre de esta tierra condenada por la oscuridad! Meditad las palabras de un hombre que lo ha perdido todo y no es más que una sombra de lo que alguna vez fue, sentenciado a vagar con la vergüenza de haberle fallado a su pueblo.
El joven no pudo ocultar la consternación que le causaba esta cruda revelación. El temor supersticioso heredado de su madre palpitaba en su interior como un volcán en erupción, advirtiéndole que se alejara de allí lo más pronto posible. Sin embargo, la fría sangre vikinga de su progenitor ardía en deseos de llegar hasta las últimas consecuencias de aquel truculento asunto. De todos modos, la sed de aventura y riesgo era lo que al final le daba sentido a los días del osado mestizo. 
Se acercó al abatido sacerdote y posó la mano con firmeza sobre su hombro.
Decidme todo buen hombre, necesito saber lo que os ha sucedido para así poder ayudaros enfatizó con severidad.
Azquetzan levantó el rostro y se sorprendió al notar el fulgor ansioso que refulgía en los ojos transparentes del muchacho. Por un momento pensó que aquel chaval había perdido la cordura, pero al percibir la determinación que parecían emanar de su interior, comprendió que hablaba con franqueza.
Sonrió con tristeza y sacudió la cabeza de un lado a otro.
Sois un guerrero valiente, pero eso no bastará para derrotar a los seguidores del mal que campan a sus anchas en la ciudad muerta. Los hijos del vacío han traído el terror a estás tierras, un arma mucho más poderosa que las hojas que penden de vuestro cinto.  
Al escucharle, el corazón del joven se aceleró. La perspectiva de explorar una ciudad perdida en medio de la jungla le hacía bullir la sangre en las venas. Su padre siempre había hablado de cómo los guerreros de su pueblo solían organizar expediciones para saquear ciudades repletas de tesoros. Aunque nunca en su vida había visto una urbe, estaba seguro de que la reconocería en cuanto la  viera. No era de extrañar, ya que su progenitor las había descrito como grandes extensiones de piedra.  
Hablad sacerdote, que por los dioses de ultramar que haré todo lo que esté a mi alcance para aligerar vuestro tormento le exhortó el mestizo, con la mente puesta en las riquezas que ocultaba la urbe de los acólitos del vacío.  
Al final, aquel hombre permitió que los horrores vividos durante los últimos días cobraran forma en sus labios, mientras un leve alivio bendecía su martirizado corazón al compartirlos con aquel extraño de mirada acerada.




IV
 POR PRIMERA VEZ EN MUCHO TIEMPO, Taloc experimentó un terrible desasosiego. La selva agreste que se abría a su paso era muy diferente de la que había recorrido durante los últimos días. Al parecer las nefastas palabras del prelado parecían tener sentido, ya que en verdad, aquel sitio infernal destilaba una malignidad que el inquieto guerrero no podía comprender, pero que si podía palpar en cada árbol retorcido y en la inamovible pestilencia que había flotado sobre su cabeza durante la mayor parte del trayecto. Para empeorar la situación, los apretados arbustos y ramas que se elevaban casi hasta el infinito, tan sólo permitían que leves trazos de luz solar se filtraran hasta una superficie plagada de asfixiante maleza que impedía ver más allá del alcance de la mano. Para Taloc, era como si ningún ser vivo hubiese cruzado por aquel océano de verdor en cientos de años. No obstante no pensaba dar su brazo a torcer. A pesar de que la jungla se había convertido en un enemigo formidable, como lo atestiguaban las heridas y magulladuras que martirizaban su humanidad, el afinado instinto que poseía le advertía que estaba muy cerca de alcanzar su objetivo, de la misma manera en que una bestia salvaje sigue el rastro de sangre de una víctima moribunda.
Por fin, agobiado por el cansancio y la sed, el mestizo se dejó caer sobre un matorral de helechos gigantes en busca de descanso. Ahora su mente recopilaba las advertencias de Azquetzan. La imagen de los adoradores del vacío llenó sus pensamientos, haciéndole volar la imaginación. Por la vaga descripción dada por el clérigo, al parecer se trataba de demonios invencibles, ávidos de sangre humana. Sin embargo, para el muchacho todo aquello no eran más que patrañas. Aunque respetaba con reverencia a los seres sobrenaturales, sabía que los dioses de su padre, los mismos que guardaban con celo el secreto del acero que portaba, nunca podrían ser derrotados por deidades arcaicas de una edad perdida. En aquel momento apretó el talismán entre sus dedos y una reconfortante sensación le recorrió el cuerpo sudoroso.
Al parecer los altos señores del Valhala parecían estar apoyando su causa, o por lo menos eso fue lo que imaginó mientras se veía arrastrado hacia un reparador sueño.

Aunque había perdido la noción del tiempo hacía ya varios días, Taloc continuó avanzando en línea recta, o al menos trató de mantener un curso coherente hacia el sur, siempre hacia el sur, como le indicara el diácono del B´alam. Entonces, después de un buen trecho envuelto en una escalofriante penumbra, Sus ojos fueron golpeados por un intenso destello que provenía de un claro que apareció de pronto enfrente del espeso matorral.
El guerrero tardó unos momentos en acostumbrar sus pupilas a la orgía de luz que inundaba el camino. Como era de esperarse de un alma agreste y desconfiada, los sesgados ojos grises del muchacho otearon los alrededores con detenimiento en busca de cualquier indicio de peligro. Esperó por largo rato, como si se tratase de un depredador en espera del momento indicado para saltar sobre su presa. Con lentitud y cuidado, fue arrastrándose fuera de la seguridad que le ofrecía el follaje, buscando el cobijo en las rocas y los árboles que rodeaban el descampado.
Su corazón comenzó a latir con fuerza al descubrir el origen de aquel misterioso resplandor. Frente a él, justo en medio del claro, se hallaba una efigie de piedra. La imagen de alguna deidad amorfa y amenazante, que parecía advertir a los forasteros que su presencia estaba vedada en aquel territorio. Taloc se acercó con sigilo, sin dejar de mirar alrededor con profundo recelo. Allí, en medio de aquel espacio abierto, se sentía desvalido y proclive a una celada. Después de haber estado varios días en aquella penumbra malsana, su cerebro aún no se acostumbraba a estar en un sitio despejado como aquel. Pero a pesar de los terrores primitivos que nublaban su cabeza, se obligó a examinar con detenimiento el inusual descubrimiento.
Entonces levantó la mirada en dirección a la horrenda testa del ídolo, y quedó paralizado al advertir la gema roja que refulgía en su frente pronunciada. Sin duda la fuente de luz que le había llamado la atención. El corazón del saqueador se impuso al miedo atávico que hervía en su sangre nativa. Sin perder tiempo, escaló las afiladas garras de piedra y con el cuchillo extrajo la fabulosa piedra. Contempló embelesado el brillo sangriento que emanaba de la joya y comprendió que ningún demonio evitaría que pusiera pie en aquella ciudad, en busca de más tesoros como aquel.
Elevó una plegaria a Odin y se encaminó de nuevo hacia el sur, con un aliciente más terrenal pendiendo de la bolsa de cuero del cinturón. Ahora las dudas sembradas en su cabeza por el sacerdote comenzaban a marchitarse a pasos agigantados. La imagen de una urbe atiborrada de riquezas era una representación más sugestiva para un aventurero como él.
Ese mismo día, poco después del atardecer, los ojos del muchacho se posaron sobre la imagen más formidable que había tenido la oportunidad de ver en toda su existencia. Allí, retando el inexorable avance de la jungla, se levantaban tres insólitas estructuras de piedra. Para Taloc fue una visión maravillosa y aterradora al mismo tiempo, acostumbrado como estaba a las chozas de paja y tiendas de cuero que solía encontrar en su tierra natal.
Sobrecogido, no tuvo ninguna duda de que por fin había alcanzado la execrable metrópoli de la que hablaba Azquetzan. Entonces, sus pensamientos se ensombrecieron al recordar que detrás de aquellas magníficas construcciones escalonadas se ocultaba un horror que había campado por la tierra antes de que el hombre mismo existiera. En esta ocasión la parte primitiva de su ser consiguió imponerse sobre la razón y, por unos momentos, estuvo a punto de abandonar la arriesgada empresa y deshacer sus pasos lejos de aquella abrumadora selva. Pero al rozar la bolsa con la gema roja, aquellos temores arcaicos se transformaron en una codicia perturbadora que le sacudió hasta los cimientos. De nuevo, la herencia del frío norte se hizo escuchar con fuerza en su corazón, indicándole el camino a seguir.
Taloc, con la mente puesta en la fortuna que esperaba encontrar, acarició sus armas y luego aprovechó la protección de la espesura para adentrarse en aquel lugar peligroso y desconocido.

V
AL INGRESAR EN LA SOLITARIA METRÓPOLI, el joven guerrero se vio invadido por un frío sobrecogedor que le erizó los vellos del cuerpo. Comprendió que aquellos muros de piedra que se alzaban por doquier, medio devorados por la maleza, le provocaban aquella incómoda sensación. Tan sólo las tres torres escalonadas parecían haber escapado del despiadado afán de la jungla por recuperar lo que siempre le había pertenecido. Aquel ambiente enrarecido por la decadencia parecía filtrarse por sus poros menguándole las fuerzas. Taloc imaginó que algo sobrenatural reptaba a través de las abandonadas callejuelas. No puedo evitar sentir un miedo silencioso ascendiendo por su espina dorsal, a medida que se internaba a  través de las vías de la ciudad muerta. Entonces, un eco distante disparó sus sentidos salvajes, impulsándole a buscar cobijo en las ruinas.
Con la sangre palpitando desbocada en las sienes, aferró el hacha de batalla y se apretó contra los trozos de piedra blancuzca. Afinó el oído y percibió una leve cadencia que parecía aumentar poco a poco. Entonces, las sombras de la noche se dispersaron al contacto con el brillo inquieto de las antorchas. Taloc volvió la vista hacia la callejuela principal y advirtió la extraña procesión que se abría paso en dirección a las titánicas construcciones de piedra. Se acercó con el sigilo de una pantera, buscando la protección de las sombras y evitando el fulgor traicionero de la luz que lamía las paredes enmohecidas. Desde allí, pudo distinguir con claridad al pintoresco grupo de figuras que avanzaban en hilera a través de la calzada. Coronando la procesión, iban dos sujetos ataviados con capas negras y altos tocados de plumas, que despedían gotas de color al ser acariciados por las teas. Detrás de ellos, avanzaban diez hombres atados con sogas de cáñamo, que eran arrastrados por varios guardias armados con lanzas y cuchillos de obsidiana, que refulgían con un resplandor mortecino en sus cinturones de algodón. Cerrando el extraño grupo, se hallaban varias mujeres desnudas que no paraban de recitar una extraña salmodia que le heló la sangre en las venas al silencioso espectador.
Taloc esperó a que la congregación se alejara unos pasos para intentar averiguar lo que se proponían hacer y, de paso, investigar aquellas inquietantes estructuras que no dejaban de maravillarle. Sin perder tiempo, se escabulló detrás de los derruidos muros en pos de lo desconocido, con el corazón a punto de estallar en su pecho.

Se detuvo cerca de una gran plaza circular, en la cual no hubiese podido encontrar abrigo. Al frente, como una bestia adormilada, se levantaba la fantástica construcción escalonada. De cerca, e iluminada por la luna llena, consiguió sobrecoger el indomable espíritu del guerrero. Ahora Taloc pudo examinar aquella obra en su total dimensión. Se trataba de un edificio conformado por capas cuadradas de piedra que iban decreciendo a medida que ascendían, hasta rematar en su parte superior en una pequeña cúpula, que en aquel instante, se encontraba iluminada por un débil reflejo. Una gran escalinata la recorría desde la parte inferior, la misma por la que ascendía la inquietante procesión en ese preciso momento. El mestizo imaginó que en la cumbre se encontraría la entrada de la fabulosa edificación. 
El exótico grupo se perdió en el interior de la pirámide, y las espesas sombras volvieron a reclamar la soberanía de la ciudad muerta. Taloc comprendió que era el momento oportuno para colarse en aquel edificio sin ser visto. Después de dar un gran rodeo en busca de algún tipo de acceso, sus esfuerzos se vieron recompensados. Cerca de allí, un tronco derruido parecía ser el instrumento perfecto para acceder al complejo a través de una abertura que se hallaba a unas quince varas de altura. El mestizo se acercó con cuidado y examinó la firmeza de la madera, ya que una caída podría significar una muerte segura. Besó el talismán que pendía de su cuello antes de comenzar a ascender por aquella improvisada plataforma.
Cuando alcanzó la parte superior, estiró los brazos y clavó los dedos sobre la roca desnuda del segundo nivel, impulsando todo el peso de su cuerpo nervudo hacia arriba. Allí se detuvo un instante para recuperar el resuello, mientras limpiaba el sudor que le perlaba la frente. Desde esta altura la urbe adquiría una apariencia siniestra bajo el brillo mortecino de la luna. Los bosques alrededor no eran más que manchas grotescas que amenazaban con devorarla. Taloc se sintió acongojado por el imponente silencio que reinaba en aquel lugar. Ni siquiera podía escuchar los chillidos de los monos o los rugidos de los depredadores a los que estaba acostumbrado. Era como si aquellas bestias comprendieran la amenaza que significaban las ruinas y las evadieran a toda costa. Ante esta aterradora reflexión, al guerrero no le quedaba otra cosa que confiar ciegamente en los dioses de su padre, para así poder continuar sin el manto de horror atávico que amenazaba con agobiar su cerebro. El contacto con la gema del amuleto consiguió aliviar la incertidumbre que le apretaba el pecho. Soltó un leve suspiro, y luego de echarle una  rápida ojeada al pasillo que se abría al otro lado de la esclusa de piedra, se dejó caer en el interior de la milenaria pirámide.
Lo primero que percibió al ingresar en el estrecho corredor fue la decadencia que flotaba en el ambiente. Un hedor añejo que le revolvió la boca del estómago. Una pestilencia agridulce que se adhería a las fosas nasales y dejaba un sabor desagradable, casi metálico, en la punta de la lengua. Taloc se pasó el dorso de la mano por los labios, pero la incómoda sensación permanecía en su boca, al igual que había perdurado en aquellas silenciosas paredes por cientos, incluso miles de años.
Resignado ante aquella podredumbre, el mestizo se concentró en recorrer el oscuro pasillo, iluminado tan sólo por el destello lunar que se filtraba como saetas de luz, a través de las esclusas que se alzaban dos o tres codos por encima de su cabeza. Con manos sudorosas acarició la empuñadura de cuero de su daga curva, mientras con la diestra palpaba la irregular superficie del muro. Al cruzar un haz de luz plateada, descubrió que la pared estaba repleta de turbadores alto relieves, que representaban escenas dantescas de muerte y sacrificio, en las cuales seres amorfos despedazaban los cuerpos de víctimas indefensas. Taloc sintió un escalofrío ascendiendo por su cuello al descubrir las bizarras secuencias. Aún así, el anhelo de oro y aventuras era mucho más fuerte que el miedo primitivo que comenzaba a apretujarle el corazón. Apartando aquellas imágenes de la mente, trató de concentrar toda su atención en el oscuro pasaje que comenzaba a curvarse hacia la derecha. Después de un buen trecho que se le antojó infinito, sus pasos lo llevaron hasta una amplia cámara rectangular, iluminada por varios hachones asegurados a las paredes con anillas de cobre. Las facciones del guerrero se tornaron en un nudo de tensión. De ahora en adelante tendría que extremar sus precauciones, ya que se estaba internando en la boca del lobo. Como era su costumbre, permaneció al abrigo de las sombras, tratando de olfatear el peligro a la distancia. No obstante lo único que pudo percibir fue una fresca brisa que recorría el lugar, alejando la pestilencia que le había acompañado hasta aquel momento. De pronto, un leve sonido que parecía provenir de un acceso en el lado opuesto de la cámara llamó su atención. Sus ojos advirtieron el fugaz destello que lamía aquellos muros. Se apretó a la pared fría, tratando de evitar el fulgor de los hachones, mientras enfilaba en esa dirección. No había avanzando ni cien pasos a través del pasillo, cuando su corazón se paralizó al escuchar una siniestra letanía cobrando fuerza en sus oídos. Se trataba de un canto oscuro, una sonido aterrador que despertó los temores infundidos por aquel viejo sacerdote de B’alam. Las advertencias de aquel hombre desfigurado parecían retumbar en su cerebro en medio de un enloquecedor palpitar. Pero Taloc era  digno hijo de su padre. Un danés que le enseñó a enfrentar la adversidad con entereza, sin importar si ésta era causada por la vileza de los hombres o la impiedad de los dioses. El muchacho aferró el talismán con fuerza, como un náufrago que clava sus dedos en un trozo de madera podrida en medio de una terrible tormenta. Una inexplicable energía ascendió por su espalda, evaporando el miedo que amenazaba con reducirle.
Ahora aquel cántico perverso le serviría para hallar el camino en medio de la penumbra hedionda y estancada que le envolvía. No tardó mucho en descifrar el misterio. Luego de ascender por una empinada escalinata que discurría en el interior de la pirámide, sus ojos se toparon de repente con la majestuosa luna que flotaba en un firmamento repleto de estrellas. Avanzó con cautela y descubrió que se hallaba sobre una plataforma de piedra, que formaba parte de una grotesca efigie tallada en la cara exterior del edificio. Se paró en lo que se suponía que era la lengua de aquella deidad amorfa, y quedó maravillado ante el espectáculo de la jungla, oscura e impenetrable, que se abría a sus pies. Sin embargo su atención se volvió hacia la escena que se desarrollaba a menos de cuatro varas de distancia. Allí, iluminados por el fulgor de grandes braseros tallados, se encontraban el curioso grupo que había estado siguiendo. El canto de las mujeres se incrementaba por momentos, para luego caer en un inquietante silencio, mientras uno de los hombres cautivos era arrastrado hacia una plataforma en contra de su voluntad. Taloc se ocultó en la penumbra, temiendo ser descubierto. Sus ojos siguieron el recorrido de aquel desdichado hasta que fue entregado a los dos sujetos de capas oscuras y tocados de plumas que había visto liderando la procesión. Sus músculos se tensionaron al ver cómo aquel condenado se debatía sin éxito entre los brazos de sus captores, al tiempo que uno de los sujetos de capa oscura alzaba los brazos al cielo y comenzaba a recitar una retahíla en una lengua que el aventurero nunca había escuchado en su vida, pero que le revolvía el estómago con cada una de aquellas bruscas sílabas. Tan ensimismado estaba con todo aquello, que la sangrienta escena que siguió a continuación le sorprendió por completo. Antes de que pudiese siquiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo, uno de los hombres de capa oscura se paró justo detrás del prisionero arrodillado y, con un rápido movimiento, le cercenó la garganta de un solo tajo, con un afilado instrumento que refulgía bajo la luz de los braseros. Taloc volvió el rostro, asustado y perplejo. Apenas tuvo tiempo de respirar antes de que sus ojos fueran testigos del resto de la macabra ceremonia. En esta ocasión, la indignación y la impotencia se sumaron a la larga lista de emociones que le atormentaban, ya que en ese instante los sacerdotes oscuros estaban rellenado una orza de jade con la sangre que manaba a chorros por la herida. Acto seguido, el que parecía liderar el grupo levantaba la orza sobre su cabeza en actitud victoriosa, mientras los cánticos demenciales de las mujeres desnudas parecían adquirir una fuerza demoníaca, al retumbar en los muros de la pirámide. El hombre se volvió hacia su acólito, el mismo que había degollado al desdichado, y ambos bebieron con frenesí del contenido de la copa. A la vez que este horror tenía lugar, los guardias arrastraban el cuerpo sin vida y le arrojaban sin contemplaciones a una boca oscura que se abría a unas tres varas más abajo. El cadáver golpeó uno de los bordes con un sonido seco, antes de desaparecer para siempre en aquel vacío. Luego, los esbirros arrastraron a otro miserable para enfrentar el mismo espantoso destino. Los gritos de aquel hombre permanecieron como una impronta macabra en el cerebro de Taloc. Ni siquiera cuando su voz se silenció bajo el cuchillo del verdugo, pudo el mestizo dejar de escuchar ese chillido desesperado vibrando en su pecho. 
Otros tres desventurados enfrentaron la muerte esa misma noche. Taloc no pudo entender qué había impulsado a aquellos malditos a frenar su carnicería. De lo que si estaba seguro era de lo que haría a continuación, mientras la oscura herencia que fluía en sus venas le palpita en las sienes con la ira vesánica de los dioses del acero que guiaban sus días.

VI
UNA OSCURIDAD MALSANA ENVOLVIÓ las ruinas en medio de la noche. Incluso la diáfana luz de la luna se había visto espesada por un banco de nubes negras que anunciaba una fuerte tormenta antes del amanecer. Pero esto era nada en comparación con la tempestad desatada en el corazón del silencioso guerrero que esperaba en las tinieblas, acariciando con intensidad el acero que descansaba entre sus dedos. Los ojos de Taloc refulgieron como dos gemas gélidas al asomar la cabeza al exterior. Había permanecido oculto, escuchando las risas demenciales de las mujeres, mientras celebraban los espantosos sacrificios llevados a cabo. Ahora, todo era silencio, y la muerte recorrería una vez más aquellos corredores cargados de sufrimiento y decadencia. El mestizo se deslizó como una serpiente por aquellos incontables pasillos de piedra, ansioso por repartir la implacable justicia del norte en estas tierras ignotas, plagadas de deidades monstruosas e insaciables.
Después de un largo trecho a través de tortuosos pasadizos y cámaras desiertas, los esfuerzos del joven guerrero se vieron recompensados. Un gran brasero ardía cerca de un batiente de cuero que se mecía con suavidad. Taloc reparó en el hombre que prestaba guardia a un lado del acceso. No se sorprendió al descubrir que tenía la misma calavera pintada de los sujetos que le habían atacado días antes en la aldea de pescadores. Comenzaba a comprender la magnitud del poder que los seguidores del vacío ostentaban en aquella región. Ahora conocía la razón que había impulsado a los pescadores a traicionarle. Sin duda era mucho mejor entregar un extranjero a estos horrorosos asesinos antes que a un miembro de su propio pueblo. Taloc esbozó una espantosa mueca, mientras la fuerza inflexible de la venganza ardía en su interior. Poseído por una furia muda, permaneció agazapado en la oscuridad, esperando el momento propicio en que el centinela bajara la guardia y los vapores del sueño le envolvieran.
Fue tan sólo un cabeceo, pero fue suficiente para que el medio vikingo saltara como un jaguar sobre el nativo. El hombre alcanzó a abrir la boca, pero su grito se vio apagado por tres palmos de acero nórdico que le cortaron la traquea y le cercenaron las cuerdas vocales. Taloc le sostuvo la mirada mientras la vida se apagaba lentamente en aquellas horrorizadas pupilas. El mestizo sintió la sangre tibia rodando por su antebrazo y se regocijó al advertir la intoxicante sensación que traía consigo el castigar a un pervertido como aquel.  Dejó rodar el cuerpo y se internó en la oscuridad de la habitación al otro lado del batiente.
Cuando salió de nuevo al exterior,  jirones de cabello oscuro pendían del filo enrojecido del hacha.  En el rostro de piedra se adivinaba la locura de los berserker, y en sus ojos de acero no había espacio para la piedad, no después de lo que había visto aquella noche. Por ello, no sintió remordimiento alguno cuando su hoja justiciera acabó con las brujas que moraban en aquel lugar. Ni siquiera su exótica belleza pudo evitar el sino que ellas mismas se habían forjado, al exaltar con sus cánticos malditos el sacrificio de aquellos pobres desdichados.
Arrastrado por una ira incomprensible, Taloc recorrió el resto del edificio, repartiendo muerte a todo aquel que se cruzaba en su camino. Las hojas de obsidiana no eran rivales para el acero que portaba el mestizo, y mucho menos en aquellos pasillos estrechos, en los cuales la lucha cuerpo a cuerpo siempre se decantaba a favor de este último. Además, quiso la fortuna, o tal vez los dioses del norte, que Taloc se topara con las inhumanas cámaras donde los sacerdotes mantenían a los prisioneros. Muy pronto, la rebelión estalló por toda la edificación e incluso en otras partes de la ciudad que los seguidores del vacío tenían bajo su control. Sin duda aquella noche en medio de la jungla, la muerte se daría un festín sin igual.
Después de liberar a los prisioneros, el mestizo enfiló por una escalinata hacia la parte más alta del complejo. A pesar de las emociones que le acosaban en aquellos momentos, el ansia por obtener una jugosa recompensa no se había borrado de su mente. Ahora que la mayoría de los guardias estaban enfrascados en una lucha desesperada por salvar sus vidas, imaginó que nadie guardaría los tesoros de aquel templo impío.
Ascendió con las armas apretadas entre sus manos temblorosas y manchadas de sangre. Se detuvo de golpe al notar la gran estancia que se extendía al final de las escaleras de piedra. Se trataba de una cámara rectangular de unos doscientos pasos de ancho por doscientos de largo. Estaba iluminada por un fuego que ardía en la boca de un espantoso ídolo que le contemplaba encolerizado desde la pared del fondo. Atónito, desvió la mirada hacia los arcones de bambú repletos de gemas de todos los colores, piedras rojas, azules y verdes que despedían destellos fascinantes e hipnóticos. A su lado asomaban collares de jade y lapislázuli con esmeraldas y zafiro engarzados en ellas. Máscaras ceremoniales y tocados con plumas de papagayo y quetzal completaban aquella maravilla. Por un instante se vio consumido por la codicia más profunda y, sin pensarlo siquiera, se apresuró a echar mano de todo lo que pudiese.  
Absorto como estaba con aquel tesoro, no advirtió la sombra lobuna que le acechaba desde la penumbra del salón. Tan sólo la afilada intuición cultivada tras años de peligros le permitió sentir el olor del miedo y la ira que expelía el enemigo. Su corazón se disparó en el pecho en el momento en que se volvía como una bestia enjaulada y enfrentaba la amenaza que saltaba sobre él.
No obstante su rival no carecía de pericia, y al notar que su presa se retorcía hacia la derecha para evitar el golpe fatal, estiró el brazo lo más que pudo y consiguió rasgar el hombro expuesto de aquel invasor.
 Taloc sintió un ramalazo de intenso sufrimiento que le obligó a soltar el hacha que tenía en la mano. Saltó con torpeza mientras sentía la sangre tibia rodando por el brazo. Un dolor caliente comenzó a palpitar en la herida, y comprendió que aquello comenzaría a drenar sus fuerzas poco a poco.
Al ver al individuo de capa negra que le hacía frente, una furia incontenible comenzó a rugir en su interior. Se trataba del mismo bastardo que había degollado a los aldeanos. El nativo se libró del manto y el mestizo pudo contemplar el cuerpo fibroso y lleno de cicatrices de aquel sujeto. Tenía la misma mirada fanática de los hombres que había eliminado en la aldea, pero a diferencia de éstos, sus ojos oscuros destilaban una frialdad inhumana propia de una bestia. Taloc comprendió que se hallaba frente a un rival de cuidado y comenzó a retroceder con lentitud hacia el centro del  salón, un lugar espacioso donde podría maniobrar con libertad. Aún conservaba la faca curva en el cinto, aunque hubiese preferido utilizar el hacha con aquel maldito.
El nativo dibujó una  mueca espantosa, mientras el brillo de los braseros se reflejaba en sus pupilas como el destello del infierno. Se quedó quieto unos instantes, sopesando la situación y buscando los puntos débiles de su rival.  Parecía dudar por unos momentos al notar la extraña fisonomía y, sobre todo, los ojos glaucos que ardían en el rostro furibundo de su contrincante
¡Matad al infiel! rugió una voz a sus espaldas. Taloc se volvió y contempló el rostro enjuto y cruel del hombre que había dirigido la execrable ceremonia. Le señalaba con una mano huesuda repleta de anillo, al tiempo que volvía a repetir con un acento gutural y sucio aquellas palabras—:¡Matadle y traedme su corazón!
Esto fue suficiente para animar al esbirro, el cual se arrojó hacia adelante impulsado por sus musculosas piernas. Taloc se echó hacia atrás en el momento justo en que la hoja destellaba a medio palmo de su rostro. Con dificultad consiguió evitar dos tajos que le hubiesen arrancado la vida. Una finta a la izquierda le salvó la garganta, pero no pudo evitar que el filo de obsidiana le mordiera el antebrazo, provocándole otra profunda lesión. El mestizo era consciente de que su contrincante trataba de arrinconarlo para dar el golpe final. La sangre no dejaba de manar de sus heridas, y sería cuestión de tiempo antes de que el salvaje pudiese encontrar una entrada en su desesperada defensa. No lo quedaba más que entorpecer aquella destreza cerrando su ángulo de movimiento. Siguió realizando fintas y quites con su cuchillo, sin dejar de retroceder, permitiendo que su rival creyera que estaba a punto de vencer. Entonces, en un movimiento inesperado, saltó hacia el frente, aferró la mano que esgrimía la hoja de piedra, y ante la sorpresa del nativo que no esperaba aquel osado movimiento, Taloc le clavó la rodilla en la entrepierna. Un gemido ahogado escapó de la boca del salvaje, pero antes de que pudiese reaccionar, el acero frío del mestizo ya le había traspasado el ojo derecho alcanzándole el cerebro. Un tenso silencio invadió el salón, mientras la fiera mirada de Taloc fulminaba el semblante ceniciento del sacerdote del vacío. Un eco húmedo retumbó en los muros cuando la hoja abandonó el cuerpo de su víctima. El otrora orgulloso diácono parecía haber envejecido cien años cuando contempló con impotencia a aquel demonio de ojos de acero avanzando con la resolución de una pantera hambrienta. Intentó correr, pero no hizo más que enredarse en la larga capa negra que pendía de su hombro con un broche de oro. Taloc advirtió el hedor del miedo y de los esfínteres flotando en el ambiente.


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Después del vendaval acaecido la noche anterior, aquella mañana el sol brillaba con fuerza en un firmamento azulado. Cientos de buitres volaban sobre las ruinas, animados por el hedor de la sangre derramada durante violenta rebelión de los aldeanos. Taloc se sorprendió al ver cómo los hombres que había liberado se apartaban de su camino con reverencial respeto. Musitaban al verle pasar y le contemplaban con una mezcla de recelo y admiración. Tenía un petate repleto con todas las joyas que había podido cargar, y había dejado el resto para los aldeanos como compensación por los terribles tormentos a los que les habían sometido los seguidores del vacío.
Los gritos de la multitud que se agolpaba al borde de la pirámide llamaron su atención. Se abrió paso entre ellos sin dificultad y pronto pudo constatar el motivo de tal alboroto. Se sentó en las escalinatas y allí permaneció en silencio, mientras los aullidos de dolor del viejo sacerdote al ser devorado con lentitud por las hormigas, eran ahogados por la alegría salvaje de los nativos liberados.

FIN.   


2 comentarios:

  1. Me ha gustado bastante, Taloc me ha recordado por momentos al bárbaro Argoth al utilizar también un hacha.

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  2. Si Eihir, claro que la aventuras de Taloc acontecen en un mundo poco explotado en la fantasía y que tiene muchas posibilidades. Me parece que el mundo precolombino, sobre todo el que tiene que ver con los aztecas y sus cultos brutales, tiene mucha tela por cortar.
    Tengo otro relato del medio vikingo para subir al blog.

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