martes, 13 de enero de 2009

La Maldición del Hacha Negra- capítulo VI




VI

Birek cayó al suelo sin ninguna ceremonia, rodando como un bulto informe. A pesar de la derrota, se sentía complacido, ya que al menos se había hecho con el arma del hijo de puta que había arruinado su vida.
En medio de los gritos de los moribundos y el crepitar salvaje del fuego que consumía el campamento, sus sentidos buscaron el dulce chapoteo de la corriente del río, ya que aquellas aguas —oscuras y gélidas— significaban su salvación.
Apretó el hacha entre sus dedos y le pareció que era mucho más pesada de lo que había creído. Entonces, un crujido a sus espaldas le heló la sangre en las venas. Desconcertado, intentó buscar refugio en un matorral cercano, pero la hoja parecía haberse convertido en un bloque de mármol. Con la herida en el rostro palpitando con fuerza, maldijo de nuevo y se refugió en un roquedal a pocos pasos de allí.
La estampa de su némesis apareció en medio del claro. El refulgir de las llamas y la caricia fúnebre de luna le daban un aspecto sobrecogedor. Birek se apretó contra la roca fría, mientras el sudor perlaba su semblante, escociendo el tajo en la mejilla.
Argoth se detuvo y escudriñó las proximidades, seguro de que aquel patán no podría estar muy lejos. El lamento crujiente de otra atalaya derrumbándose presa del fuego vengador de los deménidas, consiguió romper el tenso silencio que le envolvía. El reflejo plateado que daba vida al río atrajo su atención.
Al ver al enemigo caminado hacia su posición, Birek se aprestó a dar el golpe final. Una sonrisa malsana iluminó su tez desfigurada al vislumbrar la posibilidad de cobrar venganza con facilidad. Aferró el Hacha Negra y se regocijó al imaginar que le daría muerte a aquel maldito con su propio acero.
Ya podía sentir la respiración agitada retumbando en sus oídos y el peso de las botas haciendo crujir la hierba.
Entonces, con todas sus fuerzas, apretó el mango del arma y arremetió en contra de Argoth. Sin embargo, apenas consiguió elevar el hacha del suelo. Era cómo si una energía incomprensible hubiese anclado la cabeza del arma contra el suelo, impidiendo que pudiese levantarla y asestar el golpe.
Los ojos del traidor se colmaron de terror al enfrentarse con el semblante de piedra de su rival. El guerrero se volvió como una pantera al advertir el movimiento tras de él. La mirada de hielo fulminó al deménida al descubrir sus oscuras intenciones. Birek soltó un grito de ira y frustración e intentó levantar la segur con todas sus fuerzas, pero fue inútil, sus brazos no podían siquiera arrastrarla. Estupefacto y confundido, soltó el mango como si se tratase de un metal fundido, contemplando al portador del hacha con un gesto incomprensible.
Argoth avanzó, y el hombre no pudo mover un músculo, paralizado por aquellos ojos indescifrables que parecían arder con la furia de los dioses.
—¡Acabad conmigo de una vez! —le desafío con orgullo herido.
Argoth no contestó, lo aferró entre sus dedos de acero, arrastrándole a empujones en dirección a las ruinas de la fortaleza. Un gesto de estupefacción apareció en la cara del deménida, al advertir cómo su enemigo levantaba aquella hoja oscura con una sola mano, como si se tratase de un vulgar vástago de Abedul. En ese momento comprendió que su destino había sido sellado por los mismos creadores del universo.

El hedor acre de la muerte de entremezclaba con el asfixiante olor de la madera quemada. Los cuerpos se apilaban por decenas por toda el área de lo que horas antes había sido un bastión inconquistable para los nativos. Los vítores de los vencedores opacaban los ruegos de los vencidos. Un clamor estéril, ya que el destino que les esperaba a manos de los aguerridos amos de las estepas era mucho más oscuro que la muerte.
Cuando Argoth ingresó al campamento, todos los bravos enmudecieron. Dejaron atrás la celebración y se sumieron en un sobrecogedor silencio, al ver al traidor desafiarlos con desdén. Birek, aunque vencido, conservaba el veneno en la mirada.
El portador del Hacha se detuvo en el centro del patio de armas. Al fondo, podía distinguir la escuálida silueta de Kyros, acompañado de algunos de sus fieles seguidores. El anciano le contempló sin sorpresa, aunque una amarga sonrisa se dibujó en su ajado semblante. Tenía el rostro amoratado y parecía que iba a perder uno de sus ojos, debido a la terrible golpiza que le habían propinado sus captores. Sin embargo, de su presencia aún emanaba aquella fuerza sobrenatural que parecía magnetizar a todo aquel que tuviese contacto con él.
Argoth arrojó a Birek en medio del corrillo. Un mutismo estremecedor se apoderó del lugar, dejando tan sólo el crepitar de las llamas y el lamento de los agonizantes llenando el ambiente.
El deménida se puso de pie, desafiante. Se pasó una mano por el cabello sudoroso, tratando de buscar los últimos retazos de dignidad que todavía le quedaban.
—¡Qué la maldición de Bhjar caiga sobre todos vosotros, perros de las estepas! —aulló con furia inusitada, quebrando el silencio. Tras sus ojos ardía la locura más siniestra.
Cientos de miradas ansiosas se volvieron hacia el viejo sacerdote, esperando una respuesta a esta herejía.
Argoth se estremeció al advertir el gesto firme, casi inhumano, que surgió de la mano del anciano.
Al instante, una turba embrutecida arremetió en contra de la solitaria figura en medio de la plaza. Cayeron sobre Birek como una manada de lobos hambrientos, despedazándole con sus propias manos, como dictaban las leyes escritas con sangre en aquellas almas crueles e indomables.
El portador del hacha levantó la mirada hacia Kyros, y comprendió que aquel hombre había sido tocado por la misma fuerza incomprensible que dictaba su destino. Una triste sonrisa coronó su rostro al comprender que de un modo extraño, tenía un lazo de hermandad con aquella escalofriante criatura. Al fondo, los agónicos alaridos de Birek eran arrastrados por el viento.

Los ojos azules de la mujer destellaron con recelo. Miró al guerrero afilando con cuidado aquella hoja oscura e inquietante, y algo en su interior pareció quebrarse. En ese instante comprendió que la vida de ambos estaba dividida por ese objeto de destrucción. Con cautela, lo rodeó con sus cálidos brazos, pero él parecía estar hipnotizado por los visos azulados y verdosos que emanaban del arma. Por un segundo ella también se dejó arrastrar por las desconcertantes figuras que brotaban de la hoja, como seres vivientes en medio de un océano de metal fundido. Caracteres indescifrables, que rezaban un poderoso conjuro cuyo significado se perdía en los anales de la creación.
Desconsolada, abandonó la tienda y enfiló en dirección al roquedal que se hallaba a unos pasos de allí.
—Dejadlo ir, mi pequeña loba. —Se volvió al escuchar estas palabras.
Los ojos de Kyros le taladraron el alma, dejándole sin aliento.
—Me marcharé con él —respondió con altanería, mientras un desasosiego inexplicable le corroía las entrañas.
Una mueca atroz ensombreció el rostro apergaminado del viejo.
—Los designios de los Altos señores le tienen reservado un destino que ni siquiera a mí me ha sido revelado —aseguró con tristeza.
Las bellas facciones de Zamera se tensionaron lentamente. En su mirada se advertía un atisbo de duda.
—Es un alma atormentada, que no encontrará la paz hasta que recorra el camino señalado —las pupilas de Kyros ardieron como volcanes—. La maldición del Hacha Negra caerá sobre vos si osáis cruzaros en su camino.
Ahora el rostro de la muchacha se veía manchando por un horror silencioso. Recordó el destello maligno de aquella arma y comprendió que Argoth estaba envuelto en su hechizo.
—Seguid mi consejo, pequeña loba —prosiguió el viejo —el portador del hacha llegó hasta nosotros traído por los dioses. Ahora que su misión ha sido cumplida, deberá proseguir su búsqueda hasta que el mismo Othar lo decida.
Zamera se dio media vuelta, las lágrimas perlaban su nívea tez.
El sacerdote la detuvo y con fuerza inusitada le obligó a volverse. En sus ojos parecía refulgir una fuerza sobrecogedora.
—Tan sólo el sufrimiento y la incertidumbre acompañaran vuestros días si no hacéis caso de mis palabras —sentenció en tono profético.
La mujer apretó los labios en su cara se advertía una sombra de altivez.
—Si ese ha de ser mi destino —exclamó con entereza—, entonces estoy dispuesta a afrontarlo.

Argoth contempló aquel cuerpo soberbio y hermoso que se removía entre las pieles. Se acercó y aspiró el aroma femenino que emanaba de su piel, ansioso por retener aquel instante por toda la eternidad. Enfiló hacia el exterior y se detuvo en el batiente. Se volvió y pareció perderse en la cascada de cabello dorado que ocultaba el rostro de Zamera. Por un momento deseó sumergirse en aquella estampa sublime y dejar todo atrás.
La noche era fría y un viento soplaba con fuerza desde el Norte, anunciando la tormenta. El guerrero abandonó el campamento con un profundo vacío en su pecho. Por un instante, le pareció que el peso del hacha se multiplicaba haciendo más difícil su camino. Entonces, una silueta enjuta se materializó en medio de la senda, como si se tratase de un espectro maligno.
Los ojos de Kyros, inexpresivos, le estudiaron con curiosidad por unos segundos.
—¿Adónde iréis ahora? —le interrogó el anciano.
—A dónde me lleve el destino —susurró el guerrero con amargura, perdiendo la mirada en los relámpagos que iluminaban la llanura a la distancia.
El viejo sonrió sin alegría.
—Sabéis que es lo mejor que pudisteis haber hecho por ella.
Argoth no respondió, el dolor era demasiado intenso y una soledad devastadora cerraba las garras en su pecho, deshaciendo la calidez que Zamera le había obsequiado con amor.
Asintió con dureza y continuó caminando sin volverse.
—¡Oye guerrero! —le gritó Kyros, llamando su atención.
Éste se dio la vuelta, sin emoción.
—¿Conocéis el significado de vuestro nombre? —inquirió.
El portador del hacha se alzó de hombros, no comprendía a dónde quería ir el viejo con aquello.
Kyros esbozó una mueca divertida.
—Argoth —dijo —es una palabra en el antiguo dialecto admelahariano.
Picado por la curiosidad, el guerrero preguntó—: ¿Y qué significa?
—El Servidor de dios —replicó el viejo —Argoth, el errante, el servidor de dios— sonrió—. Los dioses deben tener un gran sentido del humor.

FIN.

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